Regreso de Málaga tras participar en el curso de doctorado del filósofo y profesor de estética Luis Puelles, en la facultad de filosofía, para exponer y debatir, durante siete horas, sobre el imaginario arquitectónico griego a través de la figura de Apolo. Debates apasionantes, útiles y reveladores. Sólo se aprende, de verdad, exponiendo (trantando de ser claro y ordenado) y discutiendo.
Ha habido la posiblidad de visitar, brevemente, algunas joyas malagueñas.
La primera, inesperada, en un lugar insólito, poco visitado, poco agraciado: él sótano del Museo Picasso al que se accede por una escalera estrecha, de servicio, en una esquina de una sala de los pasos perdidos. Se trata de algunos restos arqueológicos de la Málaga originaria, fenicia, del s. VII aC, llamada Malaka: una torre incompleta, una parte de la muralla, la esquina de una vivienda, unos depósitos (romanos), restos escasos pero consolidados, rodeados de gravilla, como si de un belén se tratara, cruzados por pasarelas y asaeteados por anodinas columnas de hormigón. La imagen es semejante a la que produce cualquier asentamiento arqueológico enterrado, debajo de una construcción moderna. Es casi imposible apreciar la estructura urbana, la organización del espacio doméstico, y percibir mínimamente la distinción entre el exterior y el interior. Se trata solo de unas pocas piedras, adecentadas, que parecen molestar la circulación de los visitantes, rápidamente desconcertados y cansados.
Y, sin embargo, una parte de estos restos, los más antiguos, hablan, evocadora, sensiblemente de quienes los construyeron: denotan una presencia, una mano, una inteligencia humanas. Se refieren a seres humanos que levantaron los muros, como pocas veces ocurre con los restos arqueológicos "museografiados", convertidos en atracción turística.
Una de las torres de defensa del recinto amurallado de Malaka se alza todavía unos dos metros, al menos. Una de las esquinas está bien conservada, y continua durante unos metros con un tramo de muro, ya más bajo. Aunque el paramento haya sido consolidado y limpiado, guarda el aspecto tosco pero cuidado que debía tener hace unos dos mil seiscientos años. Se percibe el cuidado con el que las piedras han sido seleccionadas y dispuestas. En la esquinas, unos bloques han sido tallados y guardan las marcas de los cortes; otros han sido dispuestos con cuidado porque la forma que tenían, más o menos paralelepipédica, convenía, sin tener que romperla, para configurar la esquina de la torre, de lados levemente inclinados. Se intuyen los tanteos, las pruebas. Se siente el gusto que las piedras despertadon, el caríño, tan poco militar, con el que fueron escogidas y colocadas, los juegos de tonalidades, las texturas variadas, las estrías que se combinan, los rellenos con guijarros que crean nubes de asteroides alrededor de los cantos más voluminosos. Una fina capa de arcilla fue dispuesta para suavizar ciertos ángulos, para disimular imperfeccionar, para crear veladuras, matices. Se intuye las trazas de los dedos, el retocar de la fina capa de arcilla hasta dar con el grosor, el tono justos, el tiempo pasado "pintando". Se trata caso de una composición abstracta donde las urgencias de la defensa parecen casi subordinarse a las necesidades compositivas. La belleza primó sobre la función.
Un artesano perdió tiempo jugando con piedras y con arcilla. Y fue componiendo, gustosamente, a medida que disponía los materiales, que ajustaba los elementos. La torre y el muro es una creación suya, propia, y revela una visión, una manera de mirar a la naturaleza, a unas piedras y unos cantos convertidos, de pronto, en entes expresivos, como si el anónimo artesano, el "Constructor de la Torre de Málaka" hubiera sabido descubrir y exponer su belleza latente.
No se trata de una torre ni de una muralla imponentes. Es posible incluso que no hubieran sido muy eficaces. Ya en los inicios de la Edad de Hierro se hallan instalaciones defensivas temibles y orgullosas. Las piedras, descomunales, cuyo grosor se intuye tan solo mirando su altura y su anchura, están perfectamente cortadas e insertadas. Su talla y su instalación son inconcebibles. Causan admiración y espanto. Porque se diría que no se trata de una obra humana. Una voluntad tiránica se ha impuesto, desde fuera o desde el corazón de cada trabajador. El muro resultante causa admiración por la fría e implacable, casi imposible o inhumana, perfección. Parece como si hubiera sido levantado por un ejército de canteros sin sentimiento, trabajando colectivamente, entregados al servicio de la muralla, dominados, aplastados por ella, sin denotar más que la voluntad insensible de crear una mole aterrorizante. El que el filo de una cuchilla no pueda penetrar en las juntas se aduce habitualmente como una prueba de la inmisericorde técnica con la que el muro ha sido labrado. Pero todas estas murallas, altivas y perfectas, cayeron un día.
No, la muralla fenicia de Malaka no puede compararse con esas obras de titanes (en Egipto, en China, en el mundo maya, en Babilonia, en Roma). Revela el gusto, el placer de construir de un hombre, no el avance imparable de una máquina. Y los rasgunos, las marcas, y la insólita combinación de tonos y materiales, como si de un delicado mosáico se tratara, denotan, consciente o inconscientemente, que el artesano que esculpió la torre y una parte de muralla sabía de su inutilidad. Por eso, quizá, no dudó en perder el tiempo componiendo un friso de cenefas temblorosas como si engastara piedras preciosas. Supo hacer hablar a las piedras, y hablar a través de ellas.
Hoy, esta muralla tan débil, aplastada por el Museo Picasso de la Málaga moderna, vale más que todas las murallas chinas que recorren y dividen, inútilmente, el mundo.
Se puede incluso soñar que detuviera, por un momento, al enemigo, fascinándolo.
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