sábado, 16 de mayo de 2009

Celebración



Roma estaba sacudida, de tanto en tanto, por celebraciones ciudadanas multitudinarias, que recorrían, durante las densas noches sin luna, calles y plazas, en medio de un baile de enhiestas antorchas llameantes, invadiendo el espacio y turbando el orden cívico.
Se trataba de procesiones en honor de Atis y de Cibeles. Éstos eran divinidades importadas de oriente, que favorecían la regeneración física y espiritual, pero que exigían a los devotos una entrega absoluta. Durante las manifestaciones, los fieles silbaban en contra de los dioses capitolinos que nada aportaban a la salvación humana, lo que despertaba la inquietud de los sacerdotes y del emperador. Estos cultos reforzaban el sentimiento de pertenencia a una secta de iniciados, mal vista por el poder de la ciudad y del imperio, a causa de las violentas algarabías, y podían acentuar la sensación de desapego hacia las leyes que dictaba el senado y santificaba el emperador. Por otra parte, toda vez que el emperador era dios, y que Atis y Cibeles exigían un culto, una entrega exclusivos, la divinidad del monarca peligraba.

Estas fiestas no se practicaban en espacios cerrados, sino al aire libre: recorrían las principales arterias de la ciudad siguiendo las efigies de Atis y de Cibeles.

Sin embargo, las calles y los monumentos no sufrían. La procesión era profundamente perturbadora del orden social, pero los asistentes, a fin de honrar a sus dioses, les entregaban lo más valioso que poseían: se causaban heridas para verter su sangre en beneficio de las ávidas divinidades, se sumían en orgías en las que perdían la cabeza y algo más, quizá, se laceraban profundamente las espaldas azotadas, se mutilaban y, finalmente, en un último y postrero sacrificio, rendidos a los pies de las efigies exigentes, se castraban, se emasculaban en un baño de sangre. Entregaban su virilidad. A partir de entonces, su vida, su suerte, su hombría estaba en manos de Atis y de Cibeles.
Atis y Cibeles tuvieron prédica en la Tarraconense. Se rendía incluso culto a Mitra, otra divinidad oriental, lo que manifestaba sin duda cierto desapego hacia la religión oficial oficiada desde el centro de Hispania. Se conserva, cerca de Tarragona, aún un monumento con un relieve que ilustra la vida de la divinidad. Prueba que las religiones contrarias al orden imperial se practicaban a la luz del día.
Hoy en día, los dioses son otros, pero son tan implacables y fanáticos y despiertan idéntica pasión: los deportistas (y los cantantes de OT). Cuando triunfan, cuando desfilan, masas enfervorizadas rinde culto a los ídolos a los que adoran. Darían, harían lo que fuera para entreverlos, no digamos para tocarlos, besarlos. Algunos fieles, extáticos, poseídos, se desmayan cuando los astros aparecen en medio de un rugir de banderas. Caen a sus pies.
Por eso, sorprende que los seguidores del Futbol Club Barcelona (cuyos colores, azul y grana, evocan el color de las venas y de la sangre), a fin de honrar a sus divos, se limiten, al caer la noche, simplemente a destrozar el mobiliario urbano, y a mancillar, a ensuciar calles, plazas y fuentes, mientras corros hermanados gritan, chillan, berrean, como chiquillos que chapotean en una fuente una noche de estío -en vez de rendir el debido culto que las estrellas merecen-, y no entreguen lo que más aprecian o necesitan, no se entreguen -el culto extático es lo que tiene. No valen las medias tintas. No se puede adorar de boquilla.
Además, de ese modo, se cortaría en seco, de raiz, la engendración de adoradores de las pelotas. Ya no colarían penaltis.

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