Desde lo alto de la alcazaba, Málaga se extiende entre el mar que se abre hacia la pálida neblina del horizonte y un conjunto de sierras recotadas, posadas enigmáticamente sobre la llanura como unas montañas chinas. En medio del casco antiguo, al pie de la fortaleza, por encima de las casas viejas de tres plantas, se alza, como si despegara, henchida por no se sabe qué fuerzas interiores, la mole catedraliza, desequilibrada por el empuje de una gruesa torre, completa, mucho más alta que una segunda de la que se construyó solo la base, incorporada en la fachada.
El tejado es plano, aterrazado, del que sobresalen leves y rítmicas hinchazones, como burbujas que aflorasen o bolsas de aire bajo una fina tela tendida al sol. El tejado no parece pesar, como si de una cubierta ligera, de cañizo o de lona se tratara, con el que el húmedo viento juega, dándole formas. El calor tensa también la cubierta.
La catedral de Málaga es la más hermosa de España, puesto que es la más personal. Toledo, Burgos, León poseen relicarios góticos, casi modélicos que derivan, no obstante, quizá en demasía, de modelos franceses.
Por el contrario, Málaga posee la obra maestra de Diego de Siloe (s. XVI), el mejor arquitecto español, junto con Juan de Herrera (s. XVI) -ningún edificio supera El Escorial- y, en menor medida, Ventura Rodríguez (s. XVII-XVIII) -iglesia del monasterio de Santo Domingo de Silos, perfecta como un témpano-.
Diego de Siloe no fue el único arquitecto que intervino. Las obras de la catedral, inicialmente gótica, posiblemente empezaran mucho antes de que Diego de Siloe fuera llamado para replantear toda la obra.
La catedral es un bosque de tótems altos como esfinges: un hierático ejército de pilares desmesurados, hincados como menhires, dedicados a no se sabe qué arcáica divinidad. Compuestos por la superposición de amplísimas pilastras corintias, alzadas sobre un basamento que ya es casi toda una columna, y rematadas por nuevos pilares que emergen y crecen del capitel, la imagen de la catedral se asemejaría a la de la nave hipóstila de un templo egipcio, en el que las columnas se multiplican como los juncos en las marismas, si no fuera por la luz que invade por vidrieras situadas en lo alto, justo debajo del techo. La altura del templo impide casi descubrirlo. Al mismo tiempo, los pilares invaden pero también fragmentan el espacio, como si el perímetro del templo solo existiera para contener y exaltar a un conjunto de ídolos severos y sin rostro que nada tienen que ver con el bajo mundo humano. La catedral de Málaga no eleva el espíritu como cualquier otro templo cristiano. Antes bien, invita, obliga a prosternarse, a doblegarse ante la omnipotencia de la divinidad que se ha hecho piedra, cuyo rostro es invisible.
Este bosque pétreo solo puede tener un origen: la mezquita sobre la que la catedral se edificó. Pese a la existencia de un ábside y la presencia de un eje (la nave central) -que, sin embargo, apenas se percibe cuando uno recorre el templo-, la catedral es una perfecta interpretación del templo islámico. El lenguaje de la mezquita traducido a las aspiraciones cristianas. La misma forma del techo se asemeja al de una mezquita árabe. Todo este conjunto de prietas pilastras, más fuertes que atlantes, solo soportan un techo plano, que ondula apenas por la inscripción de una trama de cúpulas aplanadas que dibujan tan solo un estampada geométrico de motivos circulares. Todas las cúpulas, o, mejor dicho, hinchazones del techo, tienen el mismo tamaño. Ninguna, por otra parte, es visible desde el exterior. Los motivos son geométricos, semejantes a tracerías orientales. La geometría de las pilastras y de la ornamentación evitan cualquier seducción naturalista de una divinidad encarnada. Ésta sólo se revela en el esplendor matemático y en la desproporción entre lo humano, sumiso, y lo divino, trascendente. La mezquita existe para que el hombre perciba su pequeñez y su imperfección ante una divinidad tan descarnada que sus rasgos, cristalinos, son invisibles a los ojos de los humanos.
La catedral de Málaga es el perfecto templo anticristiano. ¿Por eso tanto atrae -e inquieta-?
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