El Buen Pastor, s. III, Walters Art Museum, Baltimore
Sarcófago romano con Cristo como filósofo, s. IV, Arles, Museo del Arles antiguo
El Buen Pastor, s. IV, Arles, Museo del Arles antiguo
Cristo como filósofo, s. IV, Arles, Museo del Arles antiguo
Fotos: Tocho, 2013
El Buen pastor, s. IV, Fundación Medinacelli (incluido en la muestra Mediterráneo. Del mito a la razón)
El Buen Pastor, s. IV, Museo de Almería
Cristo filósofo, o Cristo sedente, s. III, Roma, Museo Nacional Romano
El Buen Pastor, s. III, Ciudad del Vaticano, Museo Pío Clementino
Cristo se distingue del resto de las divinidades redentoras
aparecidas en el Imperio romano oriental tardío porque se inserta en la
tradición judía, según la cual un Mesías –un Rey- vendría para instaurar el
reino de Yahvé, mientras que aquéllas se alimentan de la cultura griega o
helenística. Cierto es, sin embargo, que la figura divina de Cristo, una nueva
divinidad, fue definida por Pablo y por el autor o los autores del Evangelio de
Juan, a finales del siglo primero, ambos formados en- o conocedores del-
neoplatonismo. Si, por un lado, mitos
como los de los trabajos de Heracles pudieron influir en la composición de la
leyenda de Cristo, la familiaridad de
estos mitos por parte de pensadores
estoicos y neoplatónicos acaso facilitara la recepción y aceptación de
una historia judía en el Imperio romano fuertemente helenizado.
La tradición judía proscribía la representación
antropomórfica, sobre todo de divinidades, al igual que el neoplatonismo que
postulada la existencia de una divinidad invisible y posiblemente no humana. La
doble condición mortal e inmortal de Cristo solía causar un problema en Oriente,
por lo que se tendió a prescribir la superioridad –o la única “existencia”- de
la condición divina; la representación “humana” de Cristo se volvía, así,
problemática. Sin embargo, en Occidente, donde la humanidad de Cristo era mejor
aceptada –que fuera una persona era teológicamente asumible-, y, por tanto,
también su forma antropomórfica, la imagen plástica de Cristo, preferentemente
joven, vestido con una toga o una túnica, se construyó a partir de modelos
paganos de la tradición de dioses “tradicionales”, olímpicos o capitolinos:
dioses y héroes cuyas acciones podían asemejarse a las de Cristo, como las de
Prometeo –creador y educador de los seres humanos-, Hermes como Buen Pastor
–cuya faceta de divinidad “psicopompa” o guía de las almas también ayudaba a la
equiparación-, Apolo, que guiaba a los colonos hasta la tierra prometida,
Orfeo, que amansaba las fieras, Mitra, dando su sangre para salvar a sus
fieles, y Hércules, liberador de peligros, principalmente. Las figuras
modélicas de Serapis y de Zeus, dioses adultos y barbados, también fueron
empleadas.
Las primeras
representaciones de Cristo, sobre todo a partir de Constantino, a principios
del s. IV, insistían en su faceta de guía o buen pastor (una iconografía que se
remontaba más allá de Grecia, hasta Mesopotamia, y que quizá figurara al dios Enki o a sus fieles), y de educador, filósofo o
juez.
La imagen estuvo asociada al mundo funerario, no por la
condena, la tortura y la muerte de Cristo, que solo aparecerá en la alta Edad
Media (las primeras serían del s. V), sino por la capacidad de Cristo de
conducir el alma al más allá, o de educarla o iluminarla.
La victoria de Cristo sobre la muerte, liberando al ser
humano de su imperio, se tradujo también
por efigies de Cristo en majestad, inspiradas en las estatuas de los
emperadores divinizados.
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