sábado, 14 de diciembre de 2013

Bustos egipcios tardíos (Walters Art Museum, Baltimore)











Fotos: Tocho, Joan Borrell (Baltimore, Noviembre de 2013)

La imagen humana en el Egipto faraónico -efigies, que no retratos individualizados expresando sentimientos o emociones, de monarcas y dignatarios- apenas varió en tres mil años de historia. Rostros lisos, con rasgos vagamente africanos, de mirada fija, labios sensuales y  expresión serena o indiferente a las contingencias humanas. La edad, indefinida, aunque casi siempre jóvenes, salvo algunos bustos de ancianos, casi, el rostro ajado por arrugas, aunque indiferente ante los envites del tiempo, denotando superioridad sobre el avance inclemente de éste.
Sin embargo, se suele afirmar que las efigies tardías, sobre todo todo de época ptolemaica, todo y la perfección técnica, no son sino ejercicios virtuosísticos carentes de grandeza. Una repetición mecánica y algo patética de los logros del Imperio Antiguo; una voluntad, carente de sentido, de recuperar un hálito, una fe en la divinidad faraónica, definitivamente perdida. Al mismo tiempo, la influencia helenística destiñe en los rostros cada vez más individualizados, que pierden así el noble desapego a las peculiaridades, miserias y contingencias humanas.
El Museo de Arte Walters, de Baltimore, posee una buena colección de antigüedades mediterráneas. Entre éstas, destaca la colección egipcia, notable, precisamente, en bustos ptolemaicos, de tamaños diversos. Entre éstos, sobresale el que se considera luna de las obras maestras de la "retratística" egipcia. Este busto, de piedra negra, de tamaño natural, domina, con sus óculos negros (perdidas las incrustaciones), a los visitantes. Pertenece a otro mundo.
Otros bustos, más pequeños, también son el testimonio del descubrimiento de la humanidad por parte del imperio declinante, ciertamente, sin que esta caída pida la conmiseración de los humanos sino que les revela lo que son (somos). Sí son humanos en su aceptación lúcida y triste de nuestra condición.
Quizá debiéramos pensar que, muy al contrario de los juicios recibidos, las efigies ptolemaicas establecen la transición de los divino a lo humano, expresan, de algún modo, una cierta encarnación de lo divino. La noción de lo humano que se expresa no denota, empero, hastío o desprecio, desengaño, burla o condescendencia, sino serenidad no exenta de tristeza, sosiego y comprensión plena de la humanidad. Saben lo que somos y lo aceptan, asumen dicha condición.  

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