viernes, 4 de enero de 2019

El belén (o el tiempo del mito)

Sea cuál y cómo sea la disposición, y qué forma tengas las estatuillas, un belén es una presentación o ubicación de estatuas o estatuillas en un escenario o un entorno artificial, naturalista o "abstracto", que representa el nacimiento de Jesús, con todas las figuras, humanas y sobrehumanas, venidas de cerca o de lejos, que asistieron al acontecimiento.
Esta escenificación escultórica se basa en lo que cuentan los Evangelios canónicos y apócrifos. Algunas figuras -y algunos elementos decorativos o de decorado- deben de estar presentes; otras, por el contrario, dependen del gusto, el juicio y las posibilidades de quien encarga o realiza el belén.
Un belén no representa un hecho histórico sino mítico. Eso no merma su "verdad", pues todo lo que el mito cuenta es cierto, aunque indemostrable, y solo alcanzable mediante la fe o la creencia. Lo que narra escapa al control de la ciencia (histórica). Lo que muestra aconteció, mas no en la historia sino en el espacio del mito. Es allí donde se despliega su verdad -del mismo modo que Venus, Apolo, El Quijote o Anna Karenina no son figuras históricas, lo que no impide en que creamos en su vida, y gocemos o suframos por ella. Tienen, a menudo, más "verdad" que los humanos de carne y hueso. Desde luego, son modélicos, y, por tanto, inmunes a las deficiencias, las irregularidades y las incertidumbres que afectan las figuras de la historia.

Un belén, en verdad, no representa nada, sino que presenta. El acontecimiento que ilustra acontece ante nosotros. Y tiene lugar por vez primera. Cada año, el belén es la mostración de un hecho único. El nacimiento no ocurre u ocurrió en otro tiempo, otro lugar y otro espacio -el espacio del mito y las leyendas- sino que acontece delante de nosotros, al finalizar el año. Un belén no se repite. No repite ninguna historia, sino que la presenta o, mejor dicho, la realiza por vez primera, como si fuera la primera vez. Un belén es único, lo que no impide que en cualquier lugar, en cada casa, templo, barrio o ciudad se disponga, se despliegue un belén que, a cada vez, en cada lugar, acota un espacio mágico donde se produce la encarnación (la unión de lo humano y lo divino). Del mismo modo que un actor nunca tienen la sensación de repetir un personaje pese a interpretarlo durante semanas o meses, y que un espectador puede contemplar varias veces una misma obra como si fuera la primera vez, un belén se vive o se percibe cada año como el primer año, como un año singular.
El tiempo del mito no discurre según un eje lineal sino circular. Tras una órbita, se cierra el círculo y se vuelve al origen, cuando un alumbramiento concluye un ciclo y anuncia un nuevo ciclo, idéntico al anterior, sin que lo repita sino que lo sustituye. El ciclo anterior no deja rastro pues el nuevo se inserta en sus trazas y empieza a rodar como si antes nada hubiere acontecido.
Un belén, como cualquier ritual, es un acontecimiento prodigioso, pues se repite cada año sin que parezca una mera repetición sino la creación de un hecho que no tiene sentido ni vida fuera de su despliegue en cada lugar donde se monta. Un belén cortocircuita el tiempo y el espacio profanos. Introduce lo sagrado en lo profano; dos tiempos que se conjugan el tiempo en que el acontecimiento sagrado tiene lugar -para vivificar y dar sentido al tiempo profano.
Pasado mañana, el tiempo del belén habrá concluido. Doce meses más tarde, volveremos al tiempo del Adviento, al tiempo de los inicios en el que estamos y estaremos "de nuevo".

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