Aunque el fotógrafo alemán Thomas Ruff haya sucumbido ocasionalmente a los encantos de construcciones de prestigio -o de arquitectos de prestigio, como el pabellón de Barcelona de Mies van der Rohe-, sus mejores y más características imágenes arquitectónicas no tienen atributos.
El cielo, lívido, blanquecino o gris, como si no hubiera cielo; las casas se asemejan a sus maquetas. Los muros parecen no tener cuerpo. Son casas degastadas, y aunque seguramente no están abandonadas -las malas hierbas no las invaden-, nadie parece vivir o merodear por ellas.
Bloques paralelepipédicos grises, plantados en ninguna parte, a menudo en pareja, indistinguibles entre sí, supuran tristeza y una perversa nostalgia por lo que quiso ser un edificio plenamente moderno, romo, chato, esquemático, o una caricatura de una construcción que quiere evocar la casa intemporal y solo es una construcción sin historia, cuyo carácter plano, liso, por el que resbala la mirada, se acentúa por el punto de vista, frontal o de tres cuartos, característico de la escuela fotográfica de Düsseldorf, como si el edificio se deslizara sin dejar huella, aunque su triste presencia, que evoca olores agrios, no deja indiferente.
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