Ocasionalmente, pueden existir ciudades -o, al menos, aglomeraciones- sin calles: la ciudad neolítica de Çatal Hüyük carecía de éstas. El acceso a las casas se realizaba por los tejados -o las terrazas-. Una trampilla en éstos permitía descender en el interior de las moradas. Mas, se trata de casos excepcionales. La red de calles, ya sea en forma de una tela de araña o una trama ortogonal, parece constituir el inicio de la ocupación y de la ordenación del espacio. Las propias plazas, etimológicamente, son calles anchas (plateia, en griego).
Que la calle exista antes que la ciudad, y para que la ciudad exista, se percibe en el origen mismo de la palabra. Calle viene del latín callis: sendero. Éste, pedregoso -empedrado-, ha sido trazado por el paso del ganado. No hace recurrir al verso de Machado sobre el origen de los caminos, para percibir que la calle se ha sido formando, inscribiendo en la tierra, a medida del movimiento incesante, no de humanos, sino de seres anteriores, anteriores a la civilización, de animales en manadas. La calle es un surco encallecido que no se borrará. Guía los movimientos, al mimo tiempo que son éstos los que los abren. Y los caminos, las calles se van marcando cada vez más claramente en la tierra. Las calles ordenan pues el espacio. Ayudan a circular. Son vías que unen puntos, vías que corresponden a desplazamientos libremente realizados por los seres.
La antigüedad de la calle, y su inscripción en la tierra, se acentúa en la palabra francesa actual rue (calle). Rue viene del latín ruga, arruga, que también significa pliegue (de una tela, por ejemplo). La rue exhibe bien su antigüedad, su anterioridad. La calle es rugosa. Tiene la dureza de los orígenes, cuyas formas no se han redondeado por el desgaste y la adaptación. Es la propia tierra avejentada que crea sus arrugas, sus calles. Éstas no nacen de un plan ajeno, aplicado artificialmente, sino que se manifiestan como consecuencia del ciclo vital de la tierra. Son la misma tierra que se pliega, que ondula, que es la vez un símbolo de pérdida de tersura y ganancia de flexibilidad, de adaptación al paso del tiempo. La calle, como la arruga, es inevitable. Tiene la edad de la tierra, asoma lentamente como consecuencia del ser en el tiempo. La calle es una muestra de asunción de la vida con todas sus consecuencias. No se puede vivir sin arrugas como no se puede morar sin vías que nos orienten y nos libren el paso, por el espacio y el tiempo. Las calles son los medios que nos permiten asumir los cambios vitales. El tránsito por una calle, dejando una casa para dirigirse a otra, quizá a la última morada -no es una vía triunfal, recta, que se dirige a la meta, libre de obstáculos; puede zigzaguear, torcerse, detenerse (la calle puede cortarse, interrumpirse) y enderezarse, como todo lo que afecta nuestra vida-, da cuenta del intervalo de nuestra vida. La calle tiene la longitud exacta del tiempo que se nos concede en la tierra. La calle no es una vía de escape, sino que ahonde en nuestra estancia en la tierra, y nos lleva de la casa natal a nuestra última morada, como si la ciudad estuviera compuesta de arterias que recorremos a medida que evolucionamos, hasta que ya no podamos desplazarnos. Lo hermoso de la calle es que tiene un final, mas no sabemos nunca a qué distancia se encentra, a qué distancia de aquél nos hallamos. Por eso podemos, curiosos, seguir caminando.
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