Las estatuas de numerosas culturas arcaicas y “primitivas” carecen de ojos: éstos no se han representado, se han cubierto con conchas o con guijarros, han sido arrancados o rasgados (aún hoy cerramos los ojos de los recién fallecidos). Era un gesto prudente. Con los ojos bien abiertos, nadie podía asegurar que la estatua no iba a cobrar vida, nadie estaba a salvo del poder de la mirada. La ceguera era un medio para asegurar la inmovilidad de la figura.
Es por este motivo que, por el contrario, la necesaria animación de una estatua que velaría sobre un difunto en una tumba, requería, como así se practicaba en Egipto y en Mesopotamia, la apertura de la boca y de los ojos, un ritual que se llevaba a cabo, simbólica (pero eficazmente), con una afilada navaja que recorría los labios y las pupilas de la figura. Desde entonces, podría actuar en defensa del difunto.
La fotógrafa francesa Marie Docher devolvió a las estatuas del departamento de antigüedades griegas, etruscas y romanas del Museo del Louvre de París (Francia) la vista que habían perdido, animándolas -con una “reflexión” sobre el paso del tiempo que, en este caso vence a la noche.
No sé si no deberíamos recurrir a los amuletos contra el mal de ojo tras haber cruzado la mirada con ésta estatuas inquietantemente despiertas, entre la piedra y la carne.
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