Tras un siglo, en la historia del arte, especialmente en occidente, al menos en algunas historias del arte, mayoritariamente asumidas, en las que se postulaba que todo el mundo era artista, que el artista concebía pero no necesariamente ejecutaba, que la ejecución no era lo que calificaba el arte (un postulado que, ciertamente imperaba en los talleres desde el Renacimiento, al menos, en los que el jefe de taller aprobaba lo que el taller producía, sin que necesariamente el jefe de taller interviniera manualmente), que la idea o el concepto era lo que distinguía a la obra de arte, parece, tras las últimas grandes manifestaciones artísticas contemporáneas (Venecia, Basilea) -una tendencia que hace ya años crece- que se está volviendo a valorar la ejecución material, manual. Se teje, se esculpe, se pinta -mal, ciertamente: se nota la falta de práctica causada por decenios de abandono-, pero se pinta (sin que el virtuosismo constituya un peligro), se vuelve a conceder al objeto realizado.
Recordemos que hacer, en griego, el siempre hacer manual, se decía poieoo: la poesía era una obra manufacturada, un ente concebido y fabricado por la imaginación y la mano humanas.
Quizá pueda sorprender la constante calidad del arte llamado "tribal", "primitivo" y antiguo, frente a la irregular calidad del arte occidental de los siglos XX y XXI. Acontecía que las obras talladas, esculpidas, moldeadas, fundidas, tejidas, etc., eran obra de especialistas. No todo el mundo era un "artista". Al igual que acontecía con la magia, solo unos pocos, un cuerpo de especialistas, debida, duramente preparados, estaban autorizados a producir objetos demasiado importantes para la cohesión de una comunidad para ser fabricados por personas indebidamente formadas. Personas autorizadas por "poderes superiores" (dioses, genios, espíritus, etc.) para dar a luz a unas obras que no eran entes inertes sino elementos dotados de vida, capaces de incidir, de proteger o de dañar la vida de quienes los recibían.
Decir que todo el mundo es artista no significa nada: las obras, entonces, dejan de ser elementos singulares, sobre los que reflexionar y a los que admirar o ante los que detenerse, para pasar a ser entes indiferenciados, intercambiables, sin valor alguno, dado que el valor nace de la rareza, de la mano experta, alentada por alguna fuerza sobrenatural, de un artesano cercano al mago, al chamán, de un poeta que apenas se distingue del profeta.
La vuelta a la valorización del hacer es dolorosa: da lugar, por ahora, a obras torpes, y es posible que este regreso sea fugaz.
Por ahora disfrutemos del singular retorno del surrealismo (un cajón de sastre, empero), de algunas obras surrealistas, como se vio en la reciente Bienal de Arte de Venecia, siendo el surrealismo quizá el último "estilo" en el que el hacer predominó, a veces con exceso.
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