viernes, 25 de abril de 2025

JOSÉ MANUEL BALLESTER. EL JARDÍN DE LOS DIOSES (MADLIBRO, MADRID, 2025)



 















(Breve selección de dibujos)


EL JARDIN DE LOS DIOSES

Pedro Azara

 

El título de la amplia serie de dibujos a tinta sobre papel que José Manuel Ballester ha realizado a partir de obras del Museo Arqueológico Nacional de Madrid es particularmente feliz. Evoca perfectamente la importancia que los jardines, habitados por dioses y héroes, tenían en la Grecia antigua y, en general, en la antigüedad occidental.

Se trata de dibujos realizados a mano alzada, ejecutados rápidamente, en una sola sesión, mirando tan solo a la obra imitada. En cambio, la vista no se posa en el papel. En este caso, los ojos son la mano que traza de inmediato los rasgos que la vista descubre y destaca.

Los dibujos revelan dos aspectos distintos del jardín en la antigüedad. El jardín no es un entorno en el que se sitúan los personajes. No es un mero acompañamiento, una figura secundaria. El protagonismo no recae solo en dioses y héroes. O sí acontece es porque el jardín, y la naturaleza en general, son divinidades. No hace falta mencionar que, en el imaginario antiguo, en todas las culturas, la tierra —Gea en Grecia— es una diosa, una diosa madre. Los árboles suelen ser figuras metamorfoseadas, como castigo o como salvación. 

Dafne —que significa laurel, en griego— escapó al asedio de Apolo —tan bien y reiteradamente dibujado por Ballester— gracias a su conversión en un árbol, lo que no impidió, sin embargo, que Apolo robara dos ramas cubiertas de hojas, para componer una corona —que se convirtió en el trofeo de todos los ganadores de las pruebas en honor de esta divinidad, y de todos los que obtenían la victoria, fuera la que fuera la contienda, militar, deportiva, artística o verbal—. 

El árbol de la mirra es también el fruto de otro acto violento y sacrílego, y un remedio de última hora para curar heridas. Mirra era una muchacha condenada por Venus a desear a su padre, con el que consiguió yacer en la oscuridad de la noche, mediante engaños, tras seducirlo. De esta unión nació Adonis, amado por Venus y protegido por Apolo, con el que a veces se confunde. Mirra, mientras tanto, escapó del oprobio suplicando al cielo que la hiciera desaparecer de la faz de la tierra. Su deseo se cumplió. La convirtieron en el árbol cuya dorada resina es la olorosa mirra. 

El almendro, el pino y la violeta, dos árboles o dos frutos (la almendra y el piñón), y una frágil flor, están curiosamente relacionados. Su origen se remonta al tiempo de los dioses. Una divinidad hermafrodita, Agdistis, fue castrada por el resto de los dioses. Que fuera al mismo tiempo hembra y varón, dios y diosa, perturbaba el orden claramente establecido entre dioses y diosas, diosas madre y dioses que las habían postergado para tomar su lugar y encabezar el panteón. De los genitales mutilados, caídos en la tierra, brotó el almendro, cuyo fruto es dulce y amargo a la vez. Una muchacha fue a buscar una almendra que se había caído del árbol. La ingirió. Sin duda, por esta razón, quedó encinta y dio a luz a un joven hermoso, de ambigua belleza, llamado Atis, que excitó la pasión de su antepasado, la divinidad Agdistis, convertida en diosa. Se transformó en una diosa-madre poderosa, dueña de la naturaleza, y sedujo a Atis. Pero el joven se sentía en inferioridad de condiciones ante la majestuosidad de Cibeles, tal era el nombre de la renacida divinidad Adigtis, que disimulaba así, con un cambio de nombre y de personalidad, la mutilación que había sufrido. Creyendo que nunca podría satisfacer a Cibeles, Atis, desesperado, se emasculó. La sangre que brotó fecundó la tierra. De su sangre brotaron las primeras violetas, de color azul rojizo, frágiles e inestables como el joven, cuya frescura dura lo que la fugaz juventud. En estos y otros casos, la naturaleza forma parte de la naturaleza de dioses y héroes, que alcanzan un equilibrio, se recomponen y renacen bajo una forma natural, un árbol o una flor, propios de un Edén.

Los rostros de los dioses, como muestran los detalles ornamentales que Ballester capta, aparecen entre hojas y ramas que encuadran las figuras. El pelo y los sarmientos, los rizos y los frutos se confunden. Pámpanos y hojas de vid componen, no un casco, un sombrero o una tiara, sino la misma cabellera del dios Dionisio. Flores, plantas, tallos, arbustos y árboles se enroscan por doquier y enmarcan las figuras. Se diría que viven permanentemente en un frondoso jardín. Solo un monstruo, apartado de la vista, un hijo de Poseidón, el Minotauro, vive en un espacio desértico o vacío en el que ningún elemento vegetal crece. 

El porte de los dioses se mece como un tallo vencido por el viento o por las aguas. Los dioses son las plantas o los árboles del futuro, o se comportan como éstos. La expresión «Jardín de los dioses» es, en verdad, redundante, ya que un jardín siempre está habitado por dioses. El Edén, en el que se escuchaba el paso de la divinidad invisible, tan solo detectable por el rumor de sus pies en la hierba, dejó de ser un jardín paradisiaco cuando los primeros humanos lo poblaron. 

En el centro del mundo se alza el Árbol de la Vida. Éste, en ocasiones, se representa en forma de palmera, un árbol o una planta que adquirió la importancia que tuvo en los tiempos antes del tiempo y en la actualidad, porque fue a sus pies donde la diosa griega Leto, de cuclillas y aferrada fuertemente al tronco, dio a luz a los dioses gemelos Apolo y Artemisa (o Diana, la cazadora).  Artemisa sería la diosa de los densos bosques. Las fieras más poderosas, como las panteras, los leones y los toros descomunales, las alimañas que encontraron refugio en lo hondo del bosque y que constituían un permanente peligro, fueron sometidas y domesticadas por Artemisa.  Así, los pueblos y las ciudades ubicados en las proximidades de los bosques ya no tuvieron que sufrir daños y temores. Artemisa velaba sobre los bosques. Éstos constituían un lugar de regeneración y transformación.  Al entrar en las distintas etapas de la vida, los humanos debían someterse a un rito de paso. Tenían que abandonar la seguridad de sus hogares y adentrarse en el bosque, salpicado de altos troncos, y vencer sus miedos y los animales que los causaban. En medio de la naturaleza selvática, el ser humano devenía capaz de controlarse y de sobreponerse a su angustia. 

Es cierto que la selva no es un jardín. Pero el jardín primigenio, el Edén, era una naturaleza incontaminada, donde todo estaba en su sitio. No cabía el temor, ya que la agresividad no era aceptada. En la edad de Saturno, creían los romanos, los humanos vivían en armonía con toda clase de seres vivos: dioses, animales y plantas. Nada ni nadie se oponía a ser alguno. Cada uno ocupaba el lugar que le correspondía. El espacio originario era un jardín, necesariamente armónico. Del mismo modo, en Egipto, el mundo, ordenado, nació de una flor de loto que se abrió en medio de las aguas de los inicios. Entes y seres siderales emergieron y ascendieron de la flor de loto abierta, el sol, en particular.

La tradicional oposición entre naturaleza y cultura, centrada en el contraste entre arquitectura y jardín, como muestran los dibujos de Ballester, está superada. No tiene sentido. La naturaleza no solo enmarca o incluso invade una parte de la escena, sino que forma parte de la arquitectura.

 

 

 

 

Se presenta como un elemento fundamental. Sin ella, los componentes arquitectónicos quedarían inertes y sin vida. Por todas partes, las complejas circunvoluciones de lianas, tallos y ramas delimitan la escena u ocupan el espacio, convertidas en el motivo central de la imagen. Se diría que el espacio no se concibe sin la infiltración vegetal que compone un marco barroco.  Los mismos elementos arquitectónicos, los pilares de toda obra, como son los fustes de las columnas, se coronan con cestas de las que sobresalen hojas y frutos, componiendo capiteles orgánicos. La naturaleza emerge de las columnas. Brota y estalla como unos fuegos artificiales tras ascender verticalmente por el cielo. Los organismos vegetales suavizan la severa rectitud de los pilares. Ni siquiera los objetos escapan a la presencia arbórea o floral. Una copa se sustenta sobre un denso ramo del que despuntan hojas que se abren y componen un cáliz. 

Los dibujos de Ballester ofrecen una lectura curiosa y certera de las imágenes del pasado. Esta representación evoca los ciento cuarenta y cuatro grabados en blanco y negro que Matisse realizó en 1943-1944 para ilustrar una edición del texto del poeta y novelista francés Henri de Montherlant. Se trataba de una obra de teatro titulada Pasifae, la mítica reina cretense, madre del Minotauro. Los motivos son semejantes a algunos de los que Ballester ha escogido. Figuras mitológicas, como el Minotauro, y árboles de la vida, un tema recurrente en la obra de Matisse. Vegetación, rostros y cuerpos heroicos componen las escenas.

Existe una primera diferencia. Matisse compuso los grabados sin tener ningún modelo que reprodujera, contrariamente a Ballester, quien ha dibujado directamente ante obras con imágenes de motivos vegetales expuestas en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid. Sin embargo, ésa no es la diferencia más importante. Esta diferencia no se basa en una manera de trabajar distinta, sino en una concepción distinta de la antigüedad. Se diría que, para Matisse, la reina Pasifae sigue entre los vivos. Pese a ser una figura imaginaria (mítica) de un tiempo anterior al tiempo, tiene la misma presencia que una modelo que posara ante el artista. Para Matisse, se diría que los mitos siguen estando vivos. Son motivos recurrentes que se muestran con la misma vivacidad e intensidad que en la antigüedad, y los protagonistas no son sombras del pasado. El contorno de la silueta está nítidamente trazado; un trazo continuo que envuelve y resalta las figuras. La inscripción es aún más intensa gracias a la técnica empleada. El linograbado exige abrir -casi excavar- un profundo surco en el grueso linóleo. Este surco entintado y prensado permite trasvasar el trazo al papel. 

Por el contrario, los dibujos de Ballester son evanescentes y discontinuos. El procedimiento juega un papel en el resultado final, sin duda. Ballester dibuja a tinta ante la obra, directamente, sin boceto previo y sin inclinar la vista sobre el papel. La mano traza mientras se contempla la obra. Los ojos no controlan el trazado. Sin embargo, las figuras y las escenas son perfectamente reconocibles. El método empleado no deforma ni desdibuja los motivos. Estos están claramente trazados. 

Sin embargo, son escenas esbozadas. Las figuras se desvanecen. Quedan trazas discontinuas. El resultado recuerda a la filmación de una trágica o patética escena de una excavación arqueológica en la película Roma, de Federico Fellini. Al descubrir una tumba con las paredes cubiertas de frescos, éstos, en contacto súbito con el aire y la humedad, de los que habían quedado protegidos hasta entonces, empiezan a desvanecerse. Parece que a las escenas y figuras mitológicas que Ballester trata de captar les ocurre lo mismo. Su inscripción en el presente es incierta. No llegan a materializarse. Los contornos son temblorosos -y sin embargo, capaces de evocar lo que se está desvaneciendo. Partes de los cuerpos han desaparecido. Tienen la calidad de un sueño. Son figuras de otro tiempo, perdidas u olvidadas para siempre. Lo que queda de su lejana existencia son trazas, huellas casi imperceptibles. Los mitos ya no influyen en el presente. Son historias del pasado que apenas conectan con el presente. 

Los dibujos tienen el encanto de una tentativa trágica. Devolver a la vida figuras que han desaparecido, tratando de recrearlas a partir de indicios. El dibujo no inventa ni reconstruye lo que no puede ser despertado. Producir una ilusión de vida no tiene sentido. Solo cabe cazar y exponer las últimas señales de seres y escenas apenas ya recordados. La ilusión de una conexión con el pasado no es más que vana. Los héroes del pasado ya no nos alcanzan. Solo podemos intuirlos como figuras desmaterializadas, como las almas de los difuntos que solo se alcanzan a vislumbrar en sueños.  Pero sin almas, por etéreas que sean, en un mundo desalmado, la vida es más difícil. Quizá ni siquiera merezca la pena ser vivida.

Los dibujos del pasado de Ballester son trazas de lo que ya no son para nosotros. Figuras que se han ido alejando de nosotros y de las que ya solo permanecen jirones capaces, aún hoy en día, de evocarnos lo que nunca seremos capaces de contemplar.         

     

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