Se trata aquí del borrador de una parte dedicada a Cibeles, protectora de las ciudades, un tema ya tratado, más brevemente, en varias entradas en este blog:
Construcciones divinas (malignas o benignas) o heroicas, o descendidas
del cielo, las ciudades, al igual que cada uno de los edificios singulares
representativos (templos, tumbas y palacios), han sido consideradas, en la
mayoría de las culturas, invenciones sobrenaturales que debían ser protegidas.
No pertenecían propiamente a los hombres sino que, hubieran seres humanos
participado o no en su construcción, se trataba de posesiones celestiales en
las que los mortales eran autorizados por los dioses a instalarse en ellas, a
cambio de cuidarlas y de atender las moradas (santuarios, jardines) y a las
necesidades divinas. Durante mucho tiempo, hasta finales del segundo milenio en
Mesopotamia, las ciudades pudieron fundarse y construirse solo con el permiso
del cielo. Además de templos y monumentos dedicados a diversas deidades, las
ciudades poseían siempre un santuario principal dedicado a la divinidad fundadora
y protectora de la urbe, a la que, en ocasiones prestaba incluso su nombre.
Así, la capital del imperio asirio, Aššur, poseía la misma denominación que el
padre de los dioses en Asiria. Cada
ciudad poseía una divinidad o un héroe protector: Atenea en Atenas, Apolo en
Delfos, Hércules en Roma. No existía ninguna divinidad relacionada con el
espacio urbano común para todas las ciudades antes de Alejandro. A su muerte,
sin embargo, la protección que la diosa de Antioquía concedía a esta ciudad fue
pronto extendida a todas las ciudades, especialmente a las numerosas urbes que
Alejandro fundó durante sus conquistas que se extendieron por el este hasta la
India y Egipto por el Sur, bautizadas todas ellas Alejandropolis.
La diosa de Antioquía se llamaba Tiqué. Se trataba de un
concepto divinizado y no tanto una verdadera diosa de compleja personalidad. El
nombre significa suerte, fortuna. Fortuna fue el nombre que se le dio a esta
diosa en Roma. Se trataba de una antigua divinidad, hija del Océano, de la que
dependía la buena y la mala suerte que, imprevisiblemente recaían en los
humanos y las comunidades. Se asociaba con Némesis, la diosa implacable que
otorgaba las justas retribuciones, castigos o parabienes, por las acciones
llevadas a cabo.
Tiqué o Fortuna se representaba como una mujer joven,
vestida con una larga túnica, sentada sobre el pico de una montaña, a cuyos
pies discurría un río: hitos naturales propios de Antioquía. La diosa portaba
espigas en una mano, signo de la abundancia que la suerte dispensaba y que la
presencia de la diosa garantizaba si agradecía las ofrendas recibidas, y estaba
coronada. La corona tenía la forma de una muralla con torres de defensa.
Reproducían a escala, como si de una maqueta se tratara, el sistema defensivo
de Antioquía. La Fortuna de cada ciudad, desde entonces, se personalizaría con
la imitación fidedigna de las murallas de la ciudad a la que la diosa
representaba y defendía. Representaciones femeninas coronadas con murallas
urbanas ya existían anteriormente en Mesopotamia, tanto en Anatolia (norte del
Próximo Oriente antiguo) cuanto en Ugarit y en Palestina (en el este de
Mesopotamia) y en Elam (al este de la tierra entre los dos ríos, o
Mesopotamia), es decir en diversos territorios alejados entre sí. Mujeres
nobles de Israel portaban en ocasiones coronas de oro que representaban a la
ciudad de Jerusalén, concebidas como ornamentos y como amuletos. En
general, las figuras mesopotámicas representadas
portando representaciones simbólicas de una ciudad eran diosas y reinas. Las
coronas debían designar las ciudades bajo la protección o el mandato de diosas
o reinas: ciudades propias o conquistadas. La corona establecía y significaba
el lazo entre la divinidad y la ciudad. La diosa –se trataba siempre de una
divinidad femenina- estaba obligada a defender la ciudad, y ésta tenía que
rendirle culto so pena de perder la protección sin la cual la ciudad no podía
sobrevivir. La corona sustituía a la ciudad. No solo la representaba sino que la
“encarnaba”. En ausencia de la corona, la ciudad perdía su entidad, no solo
porque quedaba a merced de los enemigos y los cataclismos, sino porque no podía
ser identificada o reconocida como una ciudad. La diosa portaba siempre a la
ciudad. La protección que brindaba está siempre garantizada –si el culto se
mantenía.
El atributo principal de Tiqué o Fortuna –la corona en forma
de muralla urbana- también era portado por Cibeles. Se trata posiblemente de un
atributo adscrito tardíamente a esta diosa, por
influencia de la iconografía, también helenística, de Tiqué. La corona
amurallada servía para identificar a Cibeles como una diosa relacionada con la
ciudad. Si la diosa controlaba el mundo salvaje, si estaba identificada con
éste, puede sorprender este cambio de
registro. Pero recordemos que la protección eficaz de una urbe se conseguía si
se aplacaban las fuerzas que asechaban desde el exterior, por lo que las
divinidades que podían velar sobre las ciudades eran las que tenían a las
fieras, los monstruos y los salvajes a sus pies. Cibeles cumplía con esta
condición: diosa arisca capaz de brindar su protección a un símbolo de la
civilización como era –o es acaso aun- la ciudad. Cibeles era una diosa-madre, asociada a las
fuerzas primigenias de la naturaleza. Las ciudades tenían que tenerlas en
cuenta. Una mala relación con el entorno, con los dioses celestiales (hijos de
la diosa-madre) y con las potencias del infra-mundo (también asociadas a la
diosa de los inicios), conllevaba la destrucción de la ciudad. Po este motivo,
los ciudadanos tenían que honrar a Cibeles y cuidarse de ella. La convirtieron,
entonces, en la diosa principal de cualquier ciudad, equiparada con la Suerte
divinizada de las urbes (la diosa Tiqué o Fortuna). La fortuna de la ciudad, simbolizada por
monedas estampilladas con la testa coronada de la diosa, comunes en muchas
urbes, estaba en sus manos. El poder de Cibeles era incluso superior al de
Tiqué, pues Cibeles controlaba todas las fuerzas vivas que proporcionaban
bienes, aseguraban la fecundidad humana y la fertilidad de la tierra, y
mantenía a raya los peligros venidos de la noche y la selva que siempre
rondaban campos cultivados y ciudades.
Cibeles estaba estrechamente relacionada con Atenas, pese a
no ser una diosa griega, sino entronizada desde Frigia. Moraba en el corazón de
la ciudad, sentada en el ágora. El tirano Alcíbiades introdujo su culto a
finales del siglo V aC, quizá para
estrechar las relaciones entre Atenas y las colonias orientales. Mandó
edificar un primer santuario que fue sustituido por una segunda construcción en
época helenística. El Metroon o Santuario de la Diosa Madre cumplía una doble
función. Se trataba tanto de un edificio público administrativo cuando de un
templo. El Metroon formaba parte del conjunto del Bouleterion: la sede de la
Boulé o asamblea popular que, desde que fuera instaurada por Solón a principios
del siglo VI aC, gobernaba la ciudad –estado, aplicando los decretos de una
segunda asamblea, legislativa, en este caso: la….. La Boulé comprendía quinientos
miembros –reducidos posteriormente a cincuenta dadas la obvia ineficacia de una
asamblea tan numerosa- representantes de los diez distritos que formaban la
organización social y administrativa de la ciudad. La sede anexa, el Metroon, acogía los
archivos de la ciudad. Guardaba todos los decretos instaurados o aplicados por
la Boulé. Pero, al mismo tiempo, la construcción estaba dedicada al culto de
Cibeles. Los cimientos del Metroon descansaban sobre las ruinas del primer
templo dedicado a la diosa. La doble función del Metroon no era gratuita. Todo
edificio público-administrativo o legislativo antiguo tenía también un carácter
sagrado. La división entre lo sagrado y lo profano no eran tan clara como hoy
en la mayoría de los países europeos. Las decisiones humanas tenían que estar
avaladas por una deidad. Por este motivo, capillas o altares dedicados a
poderes urbano superiores que pudieran
dan “fe” de lo que los mortales habían establecido eran necesarios, incluso en
Atenas, una ciudad en la que el territorio, contrariamente a lo que ocurría en
Mesopotamia, estaba escindido entre el espacio de los hombres, profano,
simbolizado por el ágora, y el espacio consagrado a los dioses que el acrópolis
visualizaba. Las decisiones de la Boulé venían “santificadas” por la Madre de
los Dioses, bendición que les otorgaba una particular gravedad, dada la
antigüedad de la diosa, madre de los dioses, y la protección que brindaba a
todas las ciudades. Por otra parte, el archivo, también bajo la advocación de
la diosa, se convertía en un florilegio de edictos aprobados por la diosa
primigenia, lo que los convertía en respuestas modélicas a los problemas de la
ciudad que podían ser tenidas en cuenta en nuevas actuaciones. Es significativo que mientras que el ágora era
un espacio público, perteneciente a la comunidad, donde se asentaban las
instituciones políticas y administrativas, “laicas”, también acogía un
santuario tan venerable como el dedicado a la Madre de los dioses. El ágora no
estaba falto de santuarios, ciertamente, pero los templos, situados en la
periferia del ágora, estaban dedicados a divinidades protectoras del comercio,
y de gremios, como Hefesto y Atenea, a fin de facilitar los intercambios de
bienes, las transacciones comerciales y financieras. Existían también
monumentos y altares en honor de héroes protectores de la ciudad (como Teseo) y
de divinidades que velaban por la suerte de Atenas (Hestia o la diosa del fuego
sagrado, Higia o la Salud, Fortuna), pero el santuario de la madre de los
dioses, que protegía la ciudad, sus habitantes, sus decisiones y sus relaciones
interiores y exteriores era sin duda la construcción más importante sin la cual
las voces de los ciudadanos habrían carecido de peso y de eco. La Madre de los
dioses no protegía solo a los humanos sino a las comunidades, a los humanos en
relación unos con otros. Velaba pues sobre los ligámenes políticos que son los
que tejen el armazón más sólido que asegura la convivencia entre miembros que
forman parte de una misma familia o clan. La Madre de los dioses estaba así en
el origen mismo de las comunidades y les daba sentido: una comunidad era un
espacio donde se constituían relaciones entre miembros sin relaciones de
parentesco que estaban dispuestos a crear y vivir en una estructura mayor: una
comunidad de iguales. Sin la Madre de los dioses quizá no habría habido
ciudadanos.
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