martes, 15 de septiembre de 2015

Maquetas de arquitectura de la antigüedad

Una maqueta arquitectónica es una imagen a escala, naturalista o no, de un edificio o una ciudad, existente, desaparecido, o por construir o reconstruir.
La maqueta guarda un estrecho parecido con la "realidad". Los rasgos principales del modelo de la que es imagen están contenidos en la maqueta.
La maqueta es una forma ideal (una idea en el sentido griego antiguo: una forma no mediatizada por la materia). Refleja la imagen mental del arquitecto (salvo por la presencia de la material, por leve que ésta sea: papel, hilos, etc.). La construcción desvirtúa la forma que la maqueta posee.

La maqueta forma parte de un proyecto. Ayuda al arquitecto a articular los espacios, a "dar forma" al conjunto, a "materializar" o exteriorizar su "idea". Junto con los planos y la memoria descriptiva muestra cómo era o será una construcción.
La maqueta cabe en la mano. Es transportable. Permite al arquitecto tomar las medidas de un conjunto, manipular o mantener bien cogida la obra. Éste le pertenece, o forma parte de él. Es un bien preciado; señala al portador como el afortunado poseedor de una casa. Una maqueta es el signo de la relación entre un arquitecto y su creación. La maqueta anuncia lo que vendrá.

Las maquetas han formado parte siempre del proyecto arquitectónico. En la Grecia antigua, incluso, el proyecto comprendía solo maquetas y un texto explicativo (una memoria) dado que templos y palacios respondían siempre, con apenas variaciones (que sí se dibujaban), a modelos canónicos conocidos y aceptados.

Las maquetas, en la antigüedad, no eran solo útiles profesionales, sino que eran también, o ante todo, objetos simbólicos. Dotaban de sentido a los entes y los seres a los que acompañaban. 

La relación entre el arquitecto, la maqueta y su obra es tan estrecha que la maqueta se convirtió, desde la Edad Media, en uno de los atributos más reconocibles (junto con el compás y la escuadra)  del arquitecto o proyectista.

La patrona de los arquitectos, Santa Bárbara, se representaba -y se reconocía- por la maqueta de la torre que había mandado construir que sostenía. Del mismo modo, los fundadores de edificios y ciudades se retrataban con la maqueta de la obra a su lado o portándola. Era la manera literal de mostrar que la obra dependía del fundador, al mismo tiempo que la maqueta designaba a aquél como un fundador (un héroe, un santo o un poderoso).
Las diosas protectoras de las ciudades, en Roma, Grecia e incluso en Mesopotamia (Anatolia, Elam) también se reconocían por el atributo de una maqueta de la ciudad sobre la que velaban. Portaban una corona que representaba el sistema defensivo de la ciudad. Diosas hititas (es posible que incluso sumerias, según cuentan textos), la diosa greco-oriental Cibeles, y las diosas greco-latinas Tiqué y Fortuna así se mostraban.
Algunas reinas asirias también portaban coronas en forma de torres y murallas. La ciudad en la que mandaban era su posesión más valiosa.
Costosas coronas de oro a modo de maquetas también eran ocasionalmente llevadas por mujeres pudientes en Israel en los primeros siglos de nuestra era, pese al rechazo que dicha actitud suscitaba en algunos teólogos. La ciudad que la corona evocaba era la Jerusalén celestial que brillaba con todo su esplendor. La corona arquitectónica era, también en este caso, un atributo que realzaba a quien la llevaba, ya que la designaba como digna de acceder a la ciudad en los cielos: se trataba de un signo de pureza.

La manipulación, real y metafórica, de la arquitectura a través de la maqueta, es una propiedad o un significado que la maqueta poseía en la antigüedad. Así, los asirios escenificaban ritualmente la entrega de una ciudad asediada gracias a la imagen del rey de la ciudad rendida entregando, doblando la rodilla y la cerviz, la ciudad al vencedor. Esa entrega se simbolizaba a través de la cesión de una maqueta de pequeño tamaño que solía representar la muralla y las torres de defensa, vistas en alzado, como se descubre en relieves imperiales neo-asirios, por ejemplo, de la sala del trono del palacio de Dur-Sharrukin (Khorsabab) -hoy en el Museo del Louvre-. Del mismo modo, desde Augusto al menos, cuenta el novelista romano Suetonio, los romanos solían recompensar ocasionalmente a los soldados -incluso "de a pie- particularmente aguerridos que habían tomado una ciudad o habían participado decisivamente en la toma  con una corona, incluso de oro, que muestra la muralla de la ciudad vencida.

En todos esos casos, las maquetas arquitectónicas remiten tanto al edificio o la ciudad representados -o sustituidos- como hacia el portador que se convierte en el responsable de la obra -ya sea porque la ha encargado o porque la ha proyectado y construido-. La maqueta lo exalta -como en el caso de las diosas, las reinas y las nobles que se relacionan con aquélla- o lo reduce -cuando se ve obligado a desprenderse de ella. El creador no es nada sin su obra. Es la obra la que hace al creador. La maqueta no es (solo) un objeto sino un objeto, capaz de convertir a un humano en un creador, y a una divinidad en una suma deidad, cuya exaltación reside, precisamente, en la maqueta (y la realidad a la que aludo o sustituye) que porta. El creador es el servidor (el portador) de la misma.

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