martes, 22 de septiembre de 2015

JORDI FULLA (1967): LLINDARS (LÍMITES, O LA PRIMERA CASA, 2014-2015)


 



 




Fotos: Tocho, septiembre de 2015






Se ha inaugurado la exposición itinerante de Jordi Fulla en el Centro de Arte Can Castell de Sant Boi.
Se muestran principalmente dibujos en blanco y negro, realizados con pigmento pulverizado, de gran tamaño.
Representan construcciones tradicionales (o inmemoriales) mediterráneas: cabañas de planta circular cubiertas por una falsa cúpula, de piedra seca, extraída de los campos de labranza, usadas como almacenes, establos o abrigos. Podrían ser tumbas. La tipología es parecida en todos los casos, pero cada choza presenta variaciones que afectan la altura, la forma de la cúpula, el dintel o el juego de los cantos. Construcciones simples pero que revelan un saber hacer sorprendente, y un gusto por la variación imperceptible. No tienen un autor conocido. Posiblemente hallan sido construidas y reconstruidas un sinfín de veces. Apenas destacan en el paisaje. Pasan desapercibidas. Fulla las convierte en monumentos que ocupan toda la imagen, pero no las desgaja de la naturaleza. Sin embargo, son innumerables. Fullá las ha ido hallando y documentando una a una, en un trabajo que aun no ha concluido.
Un trabajo fascinante.


PRIMERAS CONSTRUCCIONES

Las primeras construcciones obedecían a dos necesidades contrapuestas: por un lado se unían fuertemente a la tierra y, por otro, ofrecían un abrigo que protegía del exterior, definiendo unos límites muy marcados entre el interior y la tierra que se extendía en todas direcciones.
Los materiales de construcción eran los que la tierra ofrecía: adobe, ramas, tallos, hojas y hierba; y piedras. Éstas podían proceder de la tierra circundante, o eran acarreadas desde muy lejos. La construcción no era una obra levantada al azar, sino que respondía a un plan premeditado y requería el trabajo de una comunidad. Ésta, quizá los miembros de un clan o una tribu, unían esfuerzos en pos de una construcción.
La obra podía ser privada o comunitaria: un espacio cerrado representativo en el que la totalidad de los miembros de un clan, o sus representantes, se recogían. Durante un cierto tiempo, compartían un mismo lugar cerrado.

Las primeras construcciones eran de planta circular. Luego, a mediados del Neolítico (VI milenio aC), con la aparición en el Próximo Oriente de las plantas rectangulares o cuadradas, se siguieron construyendo espacios circulares, pero éstos no dejaron de ser espacios comunales y compartidos: lugares de encuentro para debatir y seguramente participar de unos mismos ritos. Las construcciones de planta circular se convirtieron en espacios representativos en los que una comunidad participaba de unas mismas ideas o credos. Eran espacios de acogida y de encuentro: espacios abiertos a toda la comunidad, de la que ningún miembro o clan podría apropiarse para su uso propio.
Esas características, en verdad, ya marcaban las primeras construcciones permanentes. Éstas aparecieron cuando los seres humanos eran aún nómadas. A finales del paleolítico (hacia el 11000 aC), cuando el cultivo de la tierra y la ganadería aún no habían aparecido y no habían determinado para siempre la suerte de las sociedades, y los humanos, cazadores y recolectores, llevaban una vida trashumante, varias tribus, sin duda, se pusieron de acuerdo para levantar las primeras construcciones duraderas.
En el Paleolítico, los humanos ya levantaban refugios, pero no eran duraderos; estaban construidos con materiales perecederos. Los hombres conocían el arte de la construcción. No vivían a la intemperie ni se recogían en cuevas. Éstas eran santuarios, en lo más hondo de las cuáles posiblemente se rindieran culto a animales o a seres que se materializaban en formas animales, pero no eran hogares. Construían, pero las primeras cabañas, seguramente levantadas –tejidas- con ramas, eran utilizadas temporalmente, durante el tiempo en que una tribu se asentaba para aprovechar los recursos naturales del emplazamiento: plantas, frutos y animales salvajes. La estancia en un mismo lugar debía estar marcada por las estaciones. Las migraciones animales y el desarrollo cíclico vegetal debían determinar el tiempo en que una tribu se asentaba en un lugar antes de levantar el campamento en busca de nuevos alimentos. Fue entonces cuando diversos clanes se pondrían de acuerdo para planificar la construcción de espacios cubiertos semi-enterrados, levantados con piedras procedentes de canteras lejanas. Los bloques, extraídos de la tierra,  debían ser considerados como los huesos de la tierra. Eran, pues, materiales vivos. Su tratamiento y disposición tenían que ser llevados a cabo con sumo cuidado. Encajaban como si fueran las piezas articuladas de un conjunto. Se unían sin ningún material adicional. Formaban parte de un todo, que solo podía crearse con aquellas piedras. Cada una ocupaba el lugar que le correspondía, cada una descansaba donde era necesaria. Era como si las piedras se unieran “voluntariamente” para levantar un hogar, movidas por una fuerza vital. El mito griego de la construcción de las primeras murallas de la ciudad de Tebas contaba, precisamente, como, movidas por la música del héroe Anfión, las piedras se alzaban –se exaltaban- y se disponían cuidadosa y libremente en el lugar que les correspondía. Formaban un conjunto armonioso, sólidamente trabado. Ninguna piedra podía ceder sin que el conjunto se tambalease. Cada pieza tiene que encajar, y encontrar su lugar, dando sentido al conjunto y recibiéndolo del mismo; la construcción constituye un ejercicio de encaje.
Cada piedra y el conjunto –la cabaña- se complementan. Cada una, piedra y choza, no son nada sin la otra. La choza convierte cada piedra, toscamente formada, en un sillar sobre el que se asienta el techo protector, y cada piedra es una aportación (una ofrenda, incluso) al conjunto. Las piedras pierden su individualidad, delegando su libertad en favor del conjunto. Forman un todo armado. La construcción resultante era un símbolo de la unidad de una tribu; cada miembro podía haber recogido, tallado o transportado una piedra, o podía haber formado parte de una cadena ideal gracias a la cual las piedras se habían llevado de la cantera a la obra. Ésta era el fruto de un trabajo, de un esfuerzo conjunto. La fe, la confianza, literalmente, había desplazado una montaña. El trabajo no permitía el lucimiento personal. Éste no solo era inútil o ridículo, sino contraproducente. Se trataba de una obra colectiva, de y para una colectividad.
Edificar requiere siempre un acuerdo, sella un acuerdo. Es necesario hablar un mismo idioma, poseer una visión conjunta, una visión del conjunto. Sin acuerdo, sin una misma voz, suma de una polifonía de voces, las torres de Babel no se completan y se derrumban. La primera iglesia, un término que, en griego, literalmente significa comunidad, se edificó tanto por y sobre sus miembros como sobre las piedras fundacionales y de ángulo.
La construcción era una imagen de cohabitación; evocaba la necesaria presencia de un cierto número de entes para configurar un todo. Ninguna piedra era prescindible. Todas tenían su lugar, su espacio. Pero no actuaban solas sino que se disponían en filas. Formaban corros que se apoyaban los unos sobre los otros, círculos armónicos y completos superpuestos. La disposición de las piedras evocaba el esfuerzo de trabazón, la cesión de independencia en favor del conjunto de cada bloque. Ninguna piedra destacaba, salvo quizá la piedra de clave, la cual, no obstante, necesitaba de todas las demás para alzarse y completar la obra, dotándola de una unidad, de vida. El mismo sustantivo “clave” da la nota: la última  piedra que corona y da sentido a la edificación solo puede alzarse y situarse si la armonía preside la disposición previa de las piedras, si estás están predispuestas a sostenerla. La ligazón entre las piedras no puede chirriar, el hilo que las une no debe romperse. Las piedras otorgaban un armazón, una osamenta a las primeras cabañas, convertidas así en organismos vivientes, en hijas de la tierra. Se desconoce la función de las primeras construcciones de piedra, pero relieves de animales tallados en grandes monolitos de piedra (como en el yacimiento paleolítico de Gobekli Tepe, en el suroeste de Turquía, cabe la frontera con Iraq)  sugieren que estas construcciones tuvieron que ser salas comunales en los que quizá se practicaran rituales, o se tomaran decisiones que regularan la vida nómada de los clanes. La falta de residuos orgánicos (huellos, espinas, etc.) es una prueba del uso esporádico de esas construcciones. Nadie tuvo que morar permanentemente en ellas.
Piedras rudas, agrestes, tan solo formadas por las contracciones de la tierra y el viento, aun no marcadas, talladas, reducidas a sillares, todos idénticos. Piedras toscas, extraídas de la tierra. Poseen aristas, formas irregulares y caprichosas, o así parece, irreductibles a formas prestablecidas, conocidas. Cada piedra es distinta, cada una tiene el tamaño que le corresponde y, sin embargo, encaja junto a las demás. Lima las diferencias sin perder su individualidad. Las aristas, que dificultan que las piedras sean recogidas o desplazadas, son las que permiten que se soporten, se aguanten mutuamente, y no rehuyan mantenerse unidas. Los cantos no se dejan manipular. Tienen una dureza, casi un orgullo mineral. La piedra es fría, inflexible; y sin embargo, generosa, pues acepta que el muro sea construido. La piedra no flaquea, no se retira, aguanta; el muro no se derrumba, ni cede siquiera. Cada piedra se reconoce, se sabe de dónde procede. No ha sufrido manipulación, corte alguno. Encaja porque quiere, no porque haya sido igualada, puesta en cintura. No se la ha pulido, no ha perdido su carácter. Existe un cierto juego entre las piedras. No parecen doblegadas, aplastadas. El aire circula entre las juntas. Éstas son visibles, visitables. Las piedras se tocan, pero tienen “su” espacio (vital). Conservan la forma que el tiempo les ha proporcionado. No forman filas, no están encuadradas. Las grietas no ponen en peligro la protección que el conjunto ofrece. Por el contrario, permiten que el interior “respire”, que se comporte como un organismo vivo y libre.
Santuarios o salas “públicas”, las primeras construcciones de piedra de la historia estaban cubiertas por bóvedas líticas. Solían poseen dos aberturas tan solo: un acceso, y un óculo en la cúpula. La puerta, baja y angosta, comunicaba con la tierra, facilitaba el encuentro y el intercambio entre humanos; el óculo perfecto, en cambio, coronaba el espacio y lo conectaba con el cielo. El cielo recortado nítidamente, con toda su intensidad, sin que la vista se viera distraída por otras formas, solo podía observarse desde el interior de la choza. El cielo como ente perfecto, esto es, circular,  se reconocía –y era reconocido- gracias a la apertura practicada en lo alto de la cúpula. Alzando la vista, el ánima se alzaba.
Cuando, en la Edad de Bronce, se organizaron los primeros panteones, los óculos y las bóvedas en las que se abrían tuvieron, seguramente, resonancias cósmicas. Enmarcaban el cielo y permitían el contacto con él. Las columnas de humo de los hogares situados en el centro de las chozas, que ascendían hacia lo alto a través del óculo, constituían tanto escaleras como pilares que sustentaban el cielo y lo unían con las profundidades. La cabañas eran, pues, construcciones esenciales, ya que, gracias a que permitían que el cielo y la tierra se miraran, armaban fuertemente el cosmos, impidiéndole retornar al caos, o separarse en distintos niveles que ya no podrían constituir un universo. Las bóvedas posiblemente fueran consideradas como imágenes o dobles del cielo. La cabaña, entonces, pudo ser juzgada como una imagen del cosmos: en ella se unían el subsuelo y el suelo, un espacio intermedio, y el cielo. Todas las propiedades, y todos los sinsabores del mundo se transfirieron a –resonaron en- las primeras chozas de piedra. Protegían, pero también encerraban. Eran tanto lugares de recogimiento cuanto cárceles.
Pero una cabaña primitiva o primigenia de piedra no es una bóveda. Las bóvedas suelen flotar en el espacio: ésta es la impresión que el constructor quiera dar, y se consigue; están suspendidas sobre paredes. Coronan espacios, pero no tocan la tierra. Son formas ligeras, aladas –pese a su peso, parecen ingrávidas. Y tienen que dar sensación de ingravidez, de ser formas desmaterializadas, para poder confundirse con el cielo. Las bóvedas son membranas tendidas en lo alto. Por el contrario, las bóvedas de cabañas de planta circular que Jordi Fulla retrata –toda cabaña verdadera tiene una planta circular y, por tanto, se cierra mediante una cúpula o una falsa cúpula-, arrancan de la tierra. Más que volúmenes flotantes, son hinchazones de la tierra. Es la tierra la que se alza, o se desgarra, y acoge –o delimita- el empíreo.  Las bóvedas de piedra pesan. Se elevan esforzadamente. Pero están arraigadas a la tierra. Forman parte de la misma. Si bien, desde su condición terrenal, permiten ver o concebir el cielo. El cielo, que es el símbolo del espacio exterior, se descubre desde lo hondo de una cabaña, apenas un montículo de piedra, a través de óculo. La cabaña es una colina. Constituye un altozano, desde cuyas entrañas se observa lo alto. 
Gracias a las chozas de piedra, quienes se refugiaban en el interior se aislaban del mundo y entraban en contacto con el cielo. Las chozas eran lugares de recogimiento –facilitando la retiraba del mundo exterior, y el descubrimiento del mundo interior- y de apertura hacia lo alto.
El artista Jordi Fulla describe las cabañas de piedra, desperdigadas por los campos, en todo el mundo, como antros de eremitas. Su volumen, que evoca tanto la bóveda celestial cuanto un vientre grávido, simboliza bien la muerte con respecto al mundo terrenal y el renacimiento bajo la luz –que se descubre, como una tela tendida, sin la mediación de ninguna forma material- de quien se refugia en su interior.  
Las chozas de piedra no se oponen al mundo. Son construcciones cuya edificación recuerda –y repite- la creación del universo. Permiten la unificación de elementos dispersos. Piedras desperdigadas se unen. La cabaña da así sentido al mundo. Piedras abandonadas, desarraigadas, encuentran un nuevo sentido.  Piedras molestas que deben ser apartadas para poder cultivar la tierra, se vuelven, de pronto necesarias. Las mismas piedras se retiran. Se juntan, edificando una cabaña, para liberar la tierra; una cabaña que señala el campo, y lo identifica; lo ordena, como si la tierra, al fin fructífera, tras la partida de las piedras, se pusiera al servicio de la construcción. Piedras que son huesos; pero los huesos son también lo último que permanece de seres que han fallecido. Los huesos son el armazón de la vida, y la figura de la muerte: figuran la muerte, la hacen visible, palpable. Las piedras son frías, frías como los cadáveres; ariscas y cortantes. Pesan, literalmente, como muertos que no se pueden desplazar. Las piedras son inmortales. Por eso se utilizan para santuarios y cenotafios. Sobre las tumbas se hincan monolitos o estatuas de piedra, que recuerdan al difunto, al mismo tiempo que corroboran, por la inmovilidad, la rigidez, la mudez –las piedras no resuenan- y la frialdad, que áquel a quien cubren no está entre los vivos. Las piedras protegen a los difuntos hasta la eternidad, amén de mantener vivo su recuerdo gracias al monumento que aquéllas han permitido levantar. Las piedras están así asociadas al mundo funerario. Carecen de la calidez, el tacto mórbido de la tierra, de la carne. Y, sin embargo, los cantos permiten  construir refugios –que son moradas que acogen a los vivos y a los muertos. En verdad, las primeras construcciones no distinguen entre seres vivos y seres muertos. Ambos hallan acogida en las cabañas de piedra, ya moren sobre o bajo la tierra.
Jordi Fulla retrata esas construcciones que parecen de otra época. Y detalla cada piedra con la que han sido levantadas. Ha observado que se encuentran por doquier, aunque pasan, hoy, desapercibidas. Puntean todos los campos mediterráneos. No se sabe si son antiguas o recientes, pero tampoco importa su edad. Incluso si fueran recientes parecen haber estado allí desde siempre. No son viejas ni anticuadas, tampoco; son intemporales. Parecen el fruto de un saber inmemorial, y exquisito. Rudas, y sin embargo, compuestas según formas, proporciones y técnicas que so son indignas de las que han alzado templos y palacios. Nacen de las piedras recogidas en los campos que dificultan la siembra y los cultivos. Pero el esfuerzo que conlleva su utilización como material de construcción –cuando las piedras podrían haber sido amontonadas a un lado del campo- denota que las construcciones son necesarias. No son simples cabañas para guardar los apeos, ni para guarecerse de la intemperie. Son funcionales, sin duda. Son almacenes y lugares de descanso. Pero su razón de ser debe hallarse más allá de la función práctica. Las cabañas existen porque ordenan el espacio. Y permiten recogerse, física y espiritualmente. Es decir, pensar: ordenan el pensamiento. La visión del mundo, su comprensión, es posible gracias a esas cabañas donde el hombre reposa. No duerme, sino que reflexiona sobre lo que hace, y sobre su presencia en el mundo. Las cabañas son espacios de meditación. Invitan al volverse hacia uno mismo, para abrirse al mundo. La serenidad de las piedras que descansan unas contra otras, las formas curvas, el tamaño del espacio adecuado al ser humano, la penumbra que el óculo acentúa –y rompe-, el juego entre el círculo de la planta y la verticalidad del eje de la bóveda que se alza progresivamente, facilitan el encuentro consigo mismo. Jordi Fulla pone el acento en esas construcciones invisibles y, sin embargo, esenciales. Les otorga un protagonismo que parece que rehuyen, colocadas siempre a un lado de los campos, casi disimuladas. Las convierte en santuarios, o las muestra como verdaderos santuarios, que por otra parte son.  Los campos cultivados desaparecen, se subordinan a esas modestas construcciones, de ningún tiempo, que hablan del cultivo, del trabajo de la tierra, y de la conciencia de lo que el trabajo implica y conlleva. Piedras acarreadas y ordenadas, dotadas de un sentido que, desperdigadas, no poseían. Piedras que simbolizan la toma de conciencia del hombre de su presencia en el mundo, de su querer estar en el mundo. Espacios recoletos, interiores, donde el hombre se cobija, antes y después de abrirse al mundo, las cabañas de piedra, que Jordi Fulla retrata,  constituyen un alto en el camino: un espacio donde darse cuenta de quienes somos. De algún modo, esas cabañas nos hacen humanos, porque son el testimonio –y la causa- de que seamos conscientes de la relación que mantenemos con la tierra: una tierra dura que humanizamos, ordenando las piedras, ordenándoles protegernos.   

(Marzo-abril de 2015)





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