lunes, 13 de abril de 2020

La compasión (según Virgilio)

Los héroes griegos y troyanos se mataban sin piedad. Pese a las súplicas del vencido, la espada cercenaba cabezas o se hundía en el pecho hasta que la punta del filo despuntaba entre los omoplatos. Homero, sin embargo, sí se apiadaba del mortal sino de los guerreros en la Ilíada. Trascribía lo que las Musas le dictaban; las historias que le contaban le encogían el ánimo.
Mas Homero sabía que los héroes, pese a no ser humanos -sino semidioses- no eran inhumanos. No mataban por placer, ni siquiera voluntariamente. Eran marionetas en manos de los dioses que ora los apoyaban, les insuflaban ánimos y los cegaban para que arremetieran como fieras sedientas de sangre, ora los abandonaban a su suerte. La guerra de Troya estaba al mando de los dioses, unos a favor de los aqueos (griegos), otros de los troyanos. Los dioses participaban incluso en las batallas. Patroclo, escudero, amigo y amante de Aquiles murió tres un disparo por la espalda de Apolo. Tan solo hizo falta que un troyano lo rematara. Los mismos dioses quedaban, en ocasiones, heridos, como Afrodita -pero los dioses eran inmortales- heridas causadas, en verdad, por otra divinidad que manejaba a su antojo a un héroe.
La guerra de Troya fue un asunto entre dioses que se dirimió en un tablero por medio de peones que eran griegos y troyanos. La misma guerre fue ideada por la diosa Temis -la diosa del orden cósmico- para eliminar el desordenada aumento de los ruidosos humanos.

Los héroes griegos y troyanos, ya en tierras itálicas, sí se compadecían de la suerte de sus víctimas;  Eneas, y no solo Virgilio en la Eneida. La historia se repetía. Los protagonistas de esta nueva guerra eran los supervivientes de la guerra de Troya, junto con los descendientes de héroes fallecidos o miembros del mismo linaje que los combatientes de Troya. Las situaciones se miraban en lo que había ocurrido a la orilla de la playa de Ilión. La violencia, la locura sanguinaria no se quedaban en zaga. Las descripciones de las heridas que Virgilio describía eran tan gráficas, hacían el mismo daño a la vista que las que los héroes se habían infligido ante Troya y que Homero había cantado.
Sin embargo, inesperadamente -o quizá no lo fuera-, Eneas se puso a gemir. Acababa de hundir su poderosa espada en un joven, Lauso, cuya vida se escapaba al tiempo que su rostro empalidecía:

"Pues clava su fuerte espada
Eneas y al joven atraviesa y la oculta del todo,
y pasó la hoja el escudo, arma ligera de un valiente,
y la túnica que su madre había bordado con blando oro,
y la sangre llenó sus pliegues; entonces la vida por las auras
se retiró afligida a los Manes y dejó su cuerpo.
Mas cuando vio la mirada y el rostro del que moría,
el rostro asombrosamente pálido, el hijo de Anquises
gimió con grave compasión y le tendió su diestra
y a su mente acudió la imagen piadosa de su padre.
«¿Qué te dará ahora, pobre muchacho, por tus hazañas,
qué darte puede el piadoso Eneas adecuado a tan gran alma?

Quédate con tus armas, de las que te alegrabas, y te envío
a los Manes y a la ceniza de tus padres, si eso te preocupa.
Con esto aliviarás, infeliz, tu muerte desgraciada:
caes por la diestra del gran Eneas.» Llama al punto
a los vacilantes compañeros y alza del suelo a Lauso,
manchados de sangre sus bien peinados cabellos." 
(Virgilio: Eneida, 10, 815-831)

Eneas se compadece de Lauso y le tiende la mano. Lo levanta, ahorrándole la humillación de caer muerto, aunque esté moribundo. En cuanto descubre el rostro demacrado del joven, Eneas se acuerda que él también fue hijo, y siente el dolor que su padre habría sentido si él hubiera muerto. Eneas es capaz de colocarse en el lugar de Lauso, así como de su padre. Comparte el dolor.

Una situación parecida -pero sin el alcance moral que embarga la compasión de Eneas- se produjo en la guerra de Troya. Aquiles y Pentesilea, la reina de las Amazonas, que habían acudido en ayuda de Troya -Troya solo recibía  ayuda de pueblos asilvestrados como las Amazonas-, se enfrentaron en un duelo a muerte. En el momento en que Aquiles hundía su espada en el pecho de Pentesilea y ésta caída de espaldas, levantando el rostro, Aquiles cruzó su mirada con los ojos enturbiados de la reina, y quedó prendido, demasiado tarde. Por un momento, se lamentó del desenlace fatal. Hubiera dado su vida para que la vida de la reina no se extinguiera. Pero su inesperada y humana reacción estaba causada por el dolor punzante que sentía, por cómo la muerte de la reina le afectaba. Eneas, en cambio, gemía por el dolor que sentiría el padre de Lauso, el mismo que había sentido Anquises, el padre de Eneas, si éste hubiera fallecido.

La escena que Virgilio describe es, sin duda, una de las más patética de la historia de la literatura, y es un ejemplo de comportamiento ético y estético: la pasión, el dolor compartidos.  



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