romano Lucrecio escribiera sobre éstas, se basa en la descripción los hechos. existían pero nada tenían que ver con la creación del mundo ni con los asuntos de la tierra ni de los humanos. En tanto que seres perfectos, no necesitaban ocuparse.
"De las enfermedades
contagiosas
|
De estas plagas
terribles, que derraman
|
Sobre hombres y
ganados de repente
|
La mortandad. Primero
enseñé arriba
|
Que en la atmósfera
había una gran copia
|
De corpúsculos, que
unos dan la vida,
|
Enfermedad y muerte
engendran otros:
|
Cuando da ser Acaso a
los postreros
|
El aire se corrompe y
se inficiona:
|
La enfermedad activa y
pestilente
|
O de clima extranjero
es transmitida
|
Por la vía del airé,
como nubes
|
Y tempestades, o del
mismo seno
|
De la tierra se
engendra, cuando han sido
|
Corrompidos sus
húmedos terrones
|
Con el calor y lluvias
desregladas.
|
¿No
observas tú que la mudanza de aire
|
Y la del agua la salud
atacan»
|
Del hombre que está
lejos de su patria?
|
Porque allí encuentra
un aire diferente
|
Del que ha solido
respirar en casa.
|
¿Por ventura, no
encuentras diferencia
|
Entre la inglesa
atmósfera y Egipto,
|
Por do el eje del
mundo se ladea?
|
¿Y no difieren entre
sí los climas
|
Del Ponto, y el que
llega desde Cádiz
|
Hasta los pueblos
negros y tostados?
|
Como estas cuatro
plagas se hallen puestas
|
A cuatro vientos, como
estén situadas
|
Bajo de cuatro climas
diferentes,
|
En situación tan sólo
no difieren,
|
Sino también en el
color y forma
|
De sus habitadores, y
parece
|
Que están sujetos a
distintos morbos.
|
Es
una enfermedad la elefancía
|
Que nace hacia las
márgenes del Nilo,
|
No en otra parte, en
medio del Egipto:
|
En Ática, las piernas
adolecen,
|
Y los ojos enferman en
Acaya,
|
Y otras tierras atacan
otros miembros;
|
Del aire nacen estas
diferencias:
|
Porque si el aire de
extranjero clima
|
De peligrosa cualidad
dotado
|
Se muda y va viniendo
hacia nosotros,
|
Se arrastra lentamente
como nube
|
Altera y muda todas
las regiones
|
De la atmósfera por
donde camina:
|
Cuando llegó a la
nuestra últimamente
|
La corrompe, y así se
la asimila
|
Y nos la hace
contraria: se derrama
|
Este nuevo contagio y
pestilencia
|
Al punto por las
aguas, y se pega
|
A las mieses y humanos
alimentos
|
Y a la comida pastos
de ganados;
|
O se queda colgado
algunas veces
|
Su contagio en el
aire, y no podemos
|
Respirar este fluido
mezclado
|
Sin sorber su
infección al mismo tiempo.
|
Coge la pestilencia de
ordinario
|
Lo mismo al buey que a
la balante oveja:
|
¿Pué importa que
nosotros nos vayamos
|
A otro clima mal sano
y enfermizo
|
A una atmósfera nueva;
que nos traiga
|
Naturaleza un aire
pestilente
|
Y extranjeros
corpúsculos que puedan
|
Con su pronta
irrupción darnos la muerte?
|
Unas
enfermedades de esta especie,
|
Causadas por
mortíferos vapores,
|
En los pasados tiempos
devastaron
|
Los campos de los
términos Cecropios,
|
E hicieron los caminos
soledades,
|
Dejaron la ciudad sin
pobladores;
|
Porque naciendo en lo
interior de Egipto,
|
Después de atravesar
vastos espacios
|
De aire y de mar, por
último se echaron
|
Y sobre el pueblo de
Pandión cayeron:
|
Todos los habitantes a
millares
|
Se rendían al morbo y
a la muerte:
|
La enfermedad cogía la
cabeza
|
Con fuego devoraz, y
se ponían
|
Los ojos colorados y
encendidos;
|
Estaba la garganta
interiormente
|
Bañada de un sudor de
negra sangre,
|
Y el canal de la voz
se iba cerrando
|
En fuerza de las
úlceras; la lengua,
|
Intérprete del alma,
ensangrentada,
|
Débil con el dolor,
pesada, inmóvil,
|
Áspera al tacto:
cuando descendía
|
Después aquel humor
dañoso al pecho
|
Desde las fauces, y se
recogía
|
Alrededor del corazón
enfermo,
|
Entonces los apoyos de
la vida
|
A un tiempo vacilaban,
y la boca
|
De adentro un olor
fétido exhalaba
|
Como el de los
cadáveres podridos;
|
Y las fuerzas del alma
se perdían,
|
Y con su languidez
tocaba el cuerpo
|
En los mismos umbrales
de la muerte.
|
Se juntaba a estos
males insufribles
|
Una congoja de
inquietud perpetua
|
Y una queja revuelta
con gemidos,
|
Y sollozar perenne
noche y día,
|
Que sin cesar los
nervios irritando,
|
Envarando los
miembros, desatando
|
Las articulaciones,
consumían
|
A los que sucumbían ya
cansados
|
A la fatiga. Las
extremidades
|
De sus cuerpos no
obstante parecían
|
Estar no muy
ardientes, ofreciendo
|
Tibia impresión al
tacto: al mismo tiempo
|
Estaba colorado todo
el cuerpo,
|
Con úlceras así como
inflamadas,
|
Como si hubiera sido
derramado
|
Fuego de San Antón
sobre sus miembros.
|
Un
ardor interior los devoraba
|
Hasta los mismos
huesos, y la llama
|
En su estómago ardía
como hornaza:
|
La más ligera ropa los
ahogaba;
|
Al aire y frío
expuesto de continuo,
|
Unos a helados ríos se
tiraban
|
A causa de aquel fuego
en que se ardían,
|
En las aguas más frías
zabullendo;
|
Desnudo el cuerpo se
arrojaban otros
|
En hondos pozos; con
la boca abierta,
|
Ansiosos de beber, a
ellos venían,
|
Y su insaciable sed no
distinguía
|
Las aguas abundantes
de una gota
|
Cuando sus cuerpos
áridos metían:
|
Ningún descanso el mal
les otorgaba;
|
Tendido estaba el
cuerpo fatigado;
|
La medicina al lado
barbotaba
|
Con temor silencioso:
revolvían
|
Noches enteras sus
ardientes ojos
|
A un lado y otro sin
probar el sueño.
|
Y muchos otros
síntomas mortales
|
Se notaban también
además de éstos:
|
Alma agitada de temor
y pena
|
Sobrecejo furioso y
hosco rostro,
|
Los oídos inquietos
con zumbidos,
|
Viva respiración, o
fuerte y lenta,
|
Cuello bañado de un
sudor brillante,
|
Poca saliva como
azafranada
|
Y cargada de sal de
sus gargantas
|
Con fuerte tos apenas
arrojada.
|
Se aticiaban los
nervios de las manos,
|
Los miembros
tiritaban, y subía
|
El frío de la muerte
poco a poco
|
Desde los pies al
tronco: últimamente,
|
Al acercarse el tiempo
postrimero
|
Tenían las narices
encogidas
|
Y su punta afilada,
ojos hundidos,
|
Huecas las sienes, la
piel fría y ruda,
|
Los labios abultados,
resaltaba
|
Tirante frente; a poco
fallecían:
|
El sol octavo o nono
los veía
|
Las más veces lanzar
su último aliento.
|
Mas si alguno escapaba
de la muerte,
|
Como a las veces
sucedía, en fuerza
|
De secreciones de
úlceras malignas
|
Y de negros despeños,
sin embargo,
|
La misma podre y
muerte le aguardaban,
|
Aunque más tarde:
sangre corrompida
|
De su nariz corría en
abundancia,
|
Con dolores muy
fuertes de cabeza;
|
Todas las fuerzas,
toda la substancia
|
Del hombre así
llegaban a perderse.
|
Si no salía el mal por
las narices,
|
Y si no ocasionaba
esta hemorragia,
|
Atacaba los nervios,
se extendía
|
El morbo por los
miembros, y cogía
|
Hasta las mismas
partes genitales:
|
Y unos, temiendo la
cercana muerte,
|
Vivían por el hierro
mutilados
|
De su virilidad;
privados otros
|
De manos y de pies,
quedaban vivos;
|
Y perdían, en fin,
otros la vista:
|
Tan poderoso miedo de
la muerte
|
Cogió a estos
infelices, y hubo algunos
|
Que perdieron del todo
la memoria
|
Y aun a sí mismos no
se conocían.
|
Aunque
en tierra yacían insepultos
|
Montones de cadáveres,
las aves
|
Y voraces cuadrúpedos
huían
|
Su hedor intolerable,
y no tardaban,
|
Si los probaban, en
perder la vida:
|
Las aves, sin embargo,
no salían
|
Impunemente por
aquellos días,
|
Ni dejaban las fieras
alimañas
|
Las selvas por la
noche; casi todas
|
Sucumbían al morbo y
fenecían:
|
Principalmente los
leales perros
|
En medio de las calles
extendidos
|
Enfermos daban el postrer
aliento,
|
Que arrancaba el
contagio de sus miembros.
|
Precipitadamente
arrebataban
|
Sin pompa los
cadáveres: no había
|
Allí un seguro y
general remedio:
|
La pócima que había
prolongado
|
La vida a unos, a
otros daba muerte.
|
Pero
allí lo más triste y deplorable
|
Era que algunos de
estos infelices
|
Que se veían presa del
contagio
|
Se despechaban como
criminales
|
Condenados a muerte,
se abatían,
|
Veían siempre a par de
sí la muerte,
|
Y en medio de terrores
perecían.
|
Multiplicaba empero
las exequias
|
Principalmente el
ávido contagio,
|
Que no cesaba ni un
instante solo
|
De irse comunicando de
uno en otro;
|
Porque aquéllos que
huían las visitas
|
De dolientes amigos
por codicia
|
De la vida o por miedo
de la muerte,
|
Víctimas insensibles
perecían
|
Dentro de poco tiempo,
abandonados,
|
Necesitados y
menesterosos,
|
Como lanar ganado y
como bueyes:
|
Mas los que no temían
presentarse
|
Al contagio y fatiga
se rendían,
|
Viendo que el pundonor
y tiernas quejas
|
De amigos moribundos
precisaban
|
Entonces a llenar
estos deberes.
|
Porque el más virtuoso
ciudadano
|
Acababa la vida con
tal muerte:
|
Y después de enterrar
la muchedumbre
|
De sus prendas más
caras, se volvían,
|
Fatigados de llantos y
gemidos,
|
A encamarse, muriendo
de tristeza:
|
Por fin, en estos
tiempos de desastre
|
Muertos o moribundos,
o infelices
|
Que los lloraban, sólo
se veían.
|
Además, ya pastores y
vaqueros
|
Y el fuerte conductor
del corvo arado
|
Enfermaban también, y
los buscaba
|
La contagión dentro de
sus cabañas,
|
Y allí los daban
muerte inevitable
|
La pobreza y el morbo:
se velan
|
A veces los cadáveres
tendidos
|
De los padres encima
de los hijos,
|
Y los hijuelos el
postrer aliento
|
Sobre padres y madres
exhalaban.
|
El contagio en gran
parte provenía
|
De la gente del campo,
que a millares
|
A la ciudad enfermos
acudían:
|
Todos los sitios
públicos y casas
|
Estaban llenos; por lo
mismo entonces
|
Con más facilidad
amontonaba
|
Apiñados cadáveres la
muerte.
|
Muchos de sed morían
en las calles;
|
Y después de haber
otros arrastrado
|
Hacia las fuentes
públicas sus cuerpos,
|
Sin vida allí quedaban
extendidos,
|
Ahogados al sentir la
gran dulzura
|
Que les causaba el
agua que bebían:
|
Y las calles estaban
ocupadas
|
De unos lánguidos
cuerpos medio muertos
|
Hediondos y sucios y
andrajosos,
|
Cuyos miembros
podridos se caían:
|
La piel sola tenían
sobre el hueso,
|
En la que ya las
úlceras y podre
|
Habían producido el
mismo efecto
|
Que hace la sepultura
en el cadáver.
|
La
muerte, en fin, llenó de cuerpos muertos
|
Todos los templos
santos de los dioses,
|
Y estaban de cadáveres
sembrados
|
Todos los edificios de
deidades;
|
Los hicieron posadas
de finados
|
Los sacristanes:
importaba poco
|
La religión ya
entonces y los dioses,
|
Porque el dolor
presente era excesivo.
|
Y se olvidó este
pueblo en sus entierros
|
De aquellas ceremonias
tan antiguas
|
Que en sacros
funerales se observaban:
|
Andaba todo él
sobresaltado,
|
Y en este general
abatimiento
|
Cada cual enterraba a
quien podía:
|
Y la necesidad y la
indigencia
|
Horrorosas violencias
inspiraron;
|
Porque algunos
gritando colocaban
|
A sus parientes en la
pira ajena,
|
Y poniéndola fuego por
debajo,
|
Con mucha sangre a
veces pendenciaban
|
Antes que los
cadáveres soltasen."
(Lucrecio: La naturaleza, VI, 1610-1890)
|
lunes, 20 de abril de 2020
LUCRECIO (99-55 AC): SOBRE EPIDEMIAS Y SOBRE LA PESTE DE ATENAS (DE RERUM NATURA, LA NATURALEZA, S. I AC)
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Qué curioso lo que pensaba Lucrecio de los dioses Si no tenían relación con la creación del mundo ni su existencia influía en la vida de los mortales, entonces en realidad no eran dioses sino algún tipo de fantasma o espíritu.Y no habría que rendirles culto
ResponderEliminarTambién es curioso que Lucrecio invocara a Venus, y a las Musas, para la composición del largo poema La Naturaleza.
EliminarNo duda de la existencia de los dioses, pero casi se podría decir que para Lucrecio -siguiendo a Epicuro- la creación del cosmos es un asunto demasiado serie para dejarlo en manos de los dioses.
Los dioses existen sí, pero viven muy alejados de las cosas mundanas, y mundano es el universo.
Ahora tampoco se está pudiendo enterrar a los muertos convenientemente y hay reacciones de generosidad pero también muy mezquinas.Las epidemias dan la vuelta a todo
ResponderEliminarSe diria que lo mejor y lo peor de nosotros sale cuando se rompen las costuras de las costumbres, cuando lo inesperado, lo descontrolado irrumpe violentamente en nuestras vidas.
EliminarEl miedo atenaza, y hay quien no lo supera, y busca culpables de sus temores.