Bartlett no solo proyecto jardines, interiores y casas. El tema obsesivo de sus pinturas fue la casa. Un ente prototípico, uno de los tres elementos fundamentales y creadores del mundo (humano), formado por un triángulo y un cuadrado, formas geométricas básicas. Casas ideales, compuestas a menudo a partir de tramas geométricas semejantes a las del papel milimetrado. Casas reconocibles desde lejos, quizá por una gran parte de la humanidad, casas monumentales por el tamaño de los cuadros, pero cotidianas en su volumen, perdurables, casi inmemoriales al haber sido pintadas sobre placas metálicas, convertidas en signos que puntúan el espacio como todas las señales que organizan y dirigen el movimiento en las ciudades; casas imperecederas, inmutables, sin ventanas, que a veces lograr imponerse por entre una densa trama de líneas o lianas; casas en primer término, casi unos mandalas, una imagen del mundo, un mundo recogido en cada una de estas casas, siempre la misma, declinada en innumerables variantes, como las distintas caras de un mismo ser. Cuadros de casas con el aire imponente y secreto de un tríptico.
Seguramente deberíamos enseñar más la obra de Bartlett en las escuelas de Arquitectura que tantas obras de arquitectos que no invitan a recogerse.
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