Las obras de teatro se estructuran mediante actos (entre tres y cinco), y éstos mediante escenas. Esta organización o división del texto, en los libretos, existe, supuestamente, desde los orígenes mismos del teatro en la Grecia antigua. Los libretos, por otra parte, no contienen sólo el texto que se interpreta, sino que también se añaden los nombres de los personajes, que preceden los que éstos enuncian, y se incorporan didascalias, es decir acotaciones o anotaciones sobre los movimientos -entradas, salidas, pero también gestos, tonos de voz, etc.- de los personajes, a fin de facilitar la comprensión o visualización de la obra por parte del lector y del intérprete, cuando se lee o se representa.
Sin embargo, todo este complejo y tabulado sistema compositivo es una invención renacentista. Las obras griegas y romanas carecían de esta partición así como de las llamadas didascalias. Tampoco se incluían referencias escenográficas sobre los lugares donde acontecía la acción. De hecho, las representaciones en la antigüedad carecían de decorados. El escenario estaba desnudo y eran los intérpretes los que aportaban dichas precisiones espaciales, casi siempre en un monólogo inicial en la primera “escena”.
La palabra escena se ha escrito entre comillas porque no existían escenas ni actos. Esta organización del texto, como ya hemos indicado, es moderna, fruto de la preparación de los libretos que se imprimían. La imprenta exigió estas acotaciones dado que el texto se publicaba para ser leído.
Esto no significa que el texto de la obra de teatro fuera continuo, libre de particiones. Éstas existían, pero respondían a criterios muy distintos a los que imperan desde el Renacimiento. Las escenas se componen a partir de las entradas y salidas de los personajes principales, y los actos vienen determinados por las salidas de todos los personajes, quedando el escenario vacío. Por el contrario, en Grecia y Roma, donde el teatro era cantado parcialmente - se asemejaba más al teatro musical o a la ópera (un género artístico aparecido en el siglo XVII, que pretendía recuperar el espíritu del teatro clásico)-, el texto se componía de partes en prosa y partes en verso, y éstas eran cantadas. Es así cómo se estructuraba el texto de una obra. Ésta, que, recordemos, no estaba pensada o compuesta para ser leída, no incluía el nombre de los personajes, e incluía tantas partes distintas cuantas partes cantadas tanto por el coro como por los protagonistas.
Esta división tan distinta de que que se maneja desde el Renacimiento ha implicado la reescritura de las obras y, en ocasiones, en la eliminación, al menos parcial, de la participación del coro, que hoy tiene un papel secundario en el texto, y que no se representa en el escenario. Por otra parte, el canto era lo que pautaba el texto, partes que hoy ya no se cantan.
Las obras de teatro antiguas formaban parte de ceremonias religiosas o sagradas, en honor del dios Dionisios. No eran espectáculos, sino obras “sacras”, como los autosacraméntales medievales y barrocos, y, por tanto, nuestra percepción y valoración de una obra clásica es muy distinta de la que se tenia antiguamente. De hecho, nunca sabremos a fe cierta, cómo se interpretaban ni cómo se juzgaban. La recreación renacentista del mundo clásico, en verdad, supuso el cierre de dicho mundo y la apertura de otro nuevo, en el que aún nos encontramos, que paradójicamente quería revitalizar un mundo antiguo cuando lo cierto es que le puso un cierre. Sin éste, involuntario, sin duda, el mundo moderno no habría despuntado, un mundo para el que la antigüedad pasaba a ser un universo ya sin capacidad de incidencia en el presente, relegado al pasado, que se podría así estudiar, como quien disecciona un cuerpo muerto.
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