El curso académico esta a punto de empezar. La semana que viene, las aulas estarán llenas. O no. Frente a los tres mil quinientos estudiantes de arquitectura, solo en una de las dos escuelas públicas del área de Barcelona, alguna carrera impartirá clase a uno o dos estudiantes.
¿Es deseable que los estudiantes puedan escoger unos estudios que probablemente no les permitirán ejercer lo que habrán aprendido, o qué universidades públicas imparten clases particulares? El dinero público ¿se puede dedicar a formar técnicos que no hallaran trabajo?
La pregunta o la duda responde a una determinada concepción de la universidad . Un centro donde se forman unos profesionales que quizá no sean necesarios.
Pero la función de la universidad no es tanto enseñar a hacer, sino enseñar a pensar o, mejor dicho, enseñar que cabe pensar para obrar, pensar si cabe obrar.
En este caso, el número de estudiantes siempre será insuficiente.
Pensar, es decir, hacerse preguntas y tratar de hallar respuestas sobre lo que cabría hacer, como hacer, y qué consecuencias acarrea nuestro hacer, sea una obra o un experimento, no es irrelevante ni un lujo, sino una necesidad.
Cabría plantearse si la universidad cumple esta función o si prefiere, quizá porque es lo que se le impone, adoctrinar técnicos, enseñándoles a hacer pero no a a preguntarse sobre lo que hacen, la función, la necesidad, los fines y la repercusión de lo que van a hacer. Pensar puede ser -seguramente, deba ser- perturbador .
La universidad es una escuela de pensamiento. Y es cierto que deberían tener las puertas abiertas quienes prefieren dudar a operar (a ciegas o confiadamente). La ética y la estética, y no solo la técnica, deberían ser los los fundamentos de los estudios que acoge y promueve la universidad.
Muy lejos de lo que enseñamos.
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