miércoles, 1 de septiembre de 2010

Crónica de las Indias Occidentales (II): Chavín y la ciudad del jaguar

La pequeña población andina de Huaraz, a 3000 metros de altura


Camino hacia el santuario de Chavín, a tres mil cuatrocientos metros de altura, más allá de la cadena montañosa


Poco antes de descender hacia Chavín

Maqueta del santuario
En un segundo término, montaña en forma de jaguar al acecho, sobre Chavín

Pirámide o santuario más reciente
Plaza delimitada por plataformas aterrazadas


Plaza ceremonial abierta hacia la montaña-jaguar



Hoyos en la base de la pirámide más reciente, que desembocan en conductos subterráneos que arrancan desde el interior de la pirámide, por los que el agua y el aire circulan, evocando el rugido del jaguar

Reconstrucción virtual de la plaza circular ante el templo piramidal más antiguo (a cuyo lado izquierdo se ubicó la nueva pirámide)

Plaza circular y fachada del santuario más antiguo: estado actual
El "Lanzón": efigie monolítica del dios de Chavín, situada en el centro del interior del santuario más antiguo

Pasadizo que lleva a la estatua de culto (el llamado "Lanzón")




Doble red laberíntica de galerías superpuestas dentro de la pirámide más reciente.
Testa antropomórfica sonriente de jaguar adosada al muro exterior del santuario más reciente

Museo del yacimiento




Cabeza en relieve de una vasija. ofrendas halladas en el santuario de Chavín









Serie de cabezas esculpidas, procedentes del santuario, en el que se muestra la metamorfosis de un ser humano en un jaguar.


Chavín se halla más allá de las Montañas Blancas.
La carretera, que pronto se convierte en una senda casi impracticable por los constantes derrumbes de piedras y lodo, asciende lentamente desde la pequeña ciudad de Huaraz, a tres mil metros de altura, hasta alcanzar un amplísimo valle limitado, al oeste por la cadena de los Andes, que dibujan una línea horizontal casi continua, que se pliega de tanto en tanto, formando picos cubiertos de glaciares, que dibujan agudos zigzags en el cielo como las trazas de un sismógrafo.

El camino sigue ascendiendo, hasta cuatro mil quinientos metros de altura, por una garganta que se refleja, entre rocas aceradas en un lago. Las laderas están cubiertas de terciopelo pardo gastado, tan raído que, a través de los jirones, se descubren pulidas rocas grises, huesos de monstruo.
Hoy, un hosco túnel permite cruzar la última barrera y descender mil metros, por una vía cada vez más estrecha y embarrada, vertida al precipicio, hacia el santuario de Chavín.

Chavín fue, hasta los años noventa, antes del hallazgo de Caral, el centro de la cultura precolombina más antigua. Fundado hace dos mil ochocientos años, y abandonado seiscientos años después, el santuario, aislado en lo hondo de un hondo valle cerrado, al que solo se accede por el camino descrito, se compone de un juego de plataformas aterrazadas, dispuestas en U (como todos los centros precolombinos, disposición que recuerda a una balanza y evoca el equilibro, simple frágil, entre la naturaleza y la obra del hombre) alrededor de una plaza central matemáticamente cuadrada (de 50 metros de lado), perfectamente orientada, y ligeramente hundida. Sobre las terrazas, altares y pirámides. A los lados, escalinatas y poyos corridos.

La mirada es atraída una y otra vez por los afilados picos que, como estacas puntiagudas, defienden el santuario.

El recinto se abre hacia el este (el sol naciente), hacia la montaña más alta. Es decir, se dispone a los pies del jaguar encarnado en la montaña, y lo honra. Jaguar cuya garras abren las nubes, y cuyo rugido retumba en los truenos, desencadenando las lluvias que alimentan los torrentes.

Las aguas de lluvia se recogen en conductos subterráneos dispuestos bajo el santuario y el espacio circundante. Allí. orificios de distinto tamaño y altura, exhalan el bramido del agua brava mezclado con la música de flautas y grandes conchas marinas en la que soplaban los sacerdotes durante la temporada de lluvias. Ambos sonidos amplificados por la trama de orificios eran la voz del jaguar cuando regeneraba el mundo. El templo era el pulmón de la divinidad, el instrumento con el que despertaba el mundo, con el que se despertaba al mundo.

El santuario se erigía así en un instrumento a través del cual el dios-animal se comunicaba con los hombres y la naturaleza. Todo el santuario estaba dedicado a esta deidad.

En el interior, un angosto y oscuro pasadizo, que se adentraba en el templo-pirámide desde lo alto de las escalinatas que ascendían desde la plaza circular (cuya forma también amplificaba la voz de la divinidad), conducía hasta un celda secreta en cuyo centro se erigía un gran y esbelto monolito de piedra, tensado como un felino al ataque, cubierto de efigies del dios-jaguar.
La sombra que un pilar de piedra, hincado en la plaza circular, producía durante el equinoccio, llegaba, a través del estrecho pasaje, hasta los pies de la estatua de culto, poniéndola en contacto con el sol.

Cabezas esculpidas del dios-jaguar emergían de la fachada del templo. Éstas muestran a un ser que sufre una transformación: las facciones de un ser humano que se metamorfosea en un jaguar; o al revés. Desde luego, es en el santuario que se produce la comunión entre el ser humano y la divinidad, y entre ésta y el mundo. Sin Chavín, el ciclo de la vida habría llegado a su fin.

Las tensiones se apaciguaban. El mundo volvía a activarse. La esperada lluvía caía. Los pedregosos torrentes se llenaban de agua que el templo se encargaba de canalizar y extender por la naturaleza circundante. La voz del dios-jaguar volvía a ser escuchada.

Así pues, en la llamada pirámide o santuario principal, ubicado a la izquierda del templo más reciente, y más sagrado, una doble trama ortogonal de angostas galerías, dispuestas en dos pisos, y unidas por escaleras, constituía el célebre laberinto de Chavín, en el que desembocaban algunas estancias. ¿Moradas de los sacerdotes? ¿Dependencias del templo (almacenes de bienes ofrendados)?; o ¿espacios de iniciación, que preparaban a los sacerdotes, sin duda tras la ingesta de líquidos alucinógenos, para su íntimo encuentro con el dios-jaguar?

Chavin fue un o el centro del mundo: un lugar de peregrinaje a través de las remotas sendas andinas, a más de cinco mil metros de alturo, donde anualmente se acudía para implorar al dios jaguar que renovara su pacto con el mundo.

Las hermosas ofrendas halladas en el santuario, hoy en el reciente museo del lugar (cuyas formas re-interpretan las formas del santuario y su relación con el entorno), prueban que, durante medio milenio, los hombres confiaron su suerte al inclemente dios de las alturas, agazapado, o cabalgando sobre las montañas.

martes, 31 de agosto de 2010

Crónicas de las Indias occidentales: Caral y el origen de la arquitectura precolombina

Carretera Panamericana que bordea el Pacífico.





Valle del Supe. Sobre la altiplanicie desértica, a salvo de la crecida del río (seco en invierno), se asientan numerosas poblaciones antiguas, entre éstas, la ciudad de Caral.


Restos de un barrio residencial. Distintos niveles de construcción. En el centro de la imagen anterior, restos de una primitiva construcción con delgados muros de cañizo cubiertos de adobe.



Santuario, con plaza circular ante la fachada, donde se halló un gran número de flautas.



















A la derecha de la carretera Panamericana que bordea el océano Pacífico, envuelta en una densa niebla, una estrecha pista de piedra y polvo se adentra en un valle que se abre lentamente, entre áridas montañas, a medida que se avanza. La niebla se deshace. Tras dejar atrás montes pelados, el camino sigue recto entre campos bien cultivados, a lado y lado de un río, mientras los montes del fondo se alejan, y el desierto, pedregoso y arenoso a la vez, se descubre.

La senda gira a la derecha y se interrumpe ante el cauce seco de un río, cubierto de cantos rodados. El vehículo no puede vadear.

Un inseguro puente peatonal conduce a la otra orilla. Bajo un sol inclemente (contra el que lucha el aire frío), un camino recto, paralelo al torrente, asciende entre rocas aceradas. Da un giro a la izquierda, asciende aún más, y desemboca en la planicie del desierto, invadido de luz. Sucesivos planos de altas montañas , cada vez más desdibujadas y azules, que lo delimitan apenas se distinguen en la reverberación y la calicha. Forman un gran cuenco, un vacío en el que, de pronto, se divisan a lo lejos ocho pirámides desperdigadas, y colinas que despuntan (y que, sin duda, recubren nuevas pirámides aún no desenterradas).

Hemos entrado en las ruinas de Caral. Las excavaciones se iniciaron en 1996. La financiación llegó seis años más tarde. Ya han puesto al descubierto la llamada área sagrada, constituida por pirámides y santuarios que delimitan una extensísima plaza central. Y han cambiado la historia mundial de la arquitectura.

Hasta el año 2003 se pensaba que la cultura urbana en América se remontaba a mediados del segundo milenio antes de Cristo (1500 aC).
La ciudad de Caral está fechada en 3000 aC. Duró mil años. Hace cinco mil años, una población desconocida, de cuyas creencias nada se sabe, levantaron una "ciudad" que ocupa todo un valle desértico, con una superficie centenares de hectáreas -no se puede prácticamente andar de un punto a otro dadas las distancias-, poblada tan solo por unas dos mil personas, y que formaba parte de un reguero de una veintena de poblaciones menores, todas ubicadas en el valle, de las que se están excavando siete.

Aún no conocían el arte de la cerámica. El yacimiento ha podido datarse gracias al sinnúmero de ofrendas: conchas, pescados, frutos, y niños -fallecidos por muerte natural y ofrendados a una desconocida divinidad, o narcotizados y emparedados o enterrados en la base de las pirámides-.

Las pirámides no son tales (como también ocurre en toda la franja costera del norte de Perú, con independencia de las culturas y las épocas). No fueron concebidas como pirámides, sino como bases tronco-piramidales, en cuya base superior se disponía algún tipo de espacio cubierto -con techos y pilares de madera y juncos-, las cuales, de tanto en tanto eran cuidadosamente enterradas, sobre las que se levantaron nuevas bases que reemplazaban las que habían sido neutralizadas pero que también fueron también enterradas cuando su sacralidad disminuía. De este modo, se obtienen, a lo largo de los siglos, formas piramidales escalonadas, cuya fachada principal está recorrida por una amplia escalinata.

Se desconoce la función de las pirámides. No eran necesariamente templos, ya que éstos no tienen siempre una forma piramidal. Quizá fueran observatorios celestiales. O escenografías monumentales ante las que se reunían asambleas de notables o sacerdotes, presididas por un soberano, o tronos monumentales que lo aureolaban.
Ante las pirámides se abren espacios circulares delimitados por un muro bajo contra el cual se adosan bancos corridos de piedra, espacios similares a los que preceden los templos, si bien en estos casos, el gran número de flautas de hueso y de caña hallado tendería a probar que se habrían llevado a cabo rituales en los que la música jugaba un papel fundamental, acciones, de carácter tanto sagrado cuando político, quizá distintas a las que los sabios y los sacerdotes ejecutaban ante las pirámides.

Las principales construcciones monumentales están hechas de piedra. Los muros perimetrales contienen un relleno insólito: no es tierra ni arena, sino que está compuesto por bolsas tensadas tejidas con fibras (bien conservadas dado el clima desértico), de unos cuarenta centímetros de diámetro, que envuelven cantos de río. De este modo, las sacudidas de los terremotos eran perfectamente absorbidas por el juego de los cantos rodados que, por otra parte, no se aplastaban.
Un enlucido de barro, con pigmentos negros, blancos y rojos, recubría los paramentos exteriores.
Las pirámides se ubican alrededor de una gran plaza central. La forma resultante recuerda el vacío del desierto bordeado por las montañas de forma piramidal. En el centro de la plaza, un monolito de unos tres metros de altura (hoy aún erguido pero parcialmente enterrado), permite trazar líneas perpendiculares a las fachadas escalonadas de las pirámides y quizá constituya un reloj solar.

Se ha hallado un barrio residencial a un lado de la plaza central. Viviendas de notables, construidas en piedra, y casas modestas, de cañas y barro. Durante el milenio de vida de la ciudad, las casas fueron reconstruidas un sinnúmero de veces. Las más antiguas eran exclusivamente de fibras vegetales tejidas y de tierra, una estructura de cañas y un recubrimiento vegetal trenzado y una fina capa de adobe (algunos estudiosos creen que Caral es una antigua palabra quechua que significaría junco). Las viviendas eran reconstruidas cada veinticinco años.

La ciudad, al igual que el resto de las poblaciones del valle del Supe, fue levantada en la plataforma desértica que mira al valle. Los cultivos se hallaban cerca, al igual que el agua, mas la ciudad carecía de pozos y fuentes. No existían canales, sino que el agua era transportada en cuencos elaborados con calabazas partidas por la mitad.

La planificación, construcción y mantenimiento de las ciudades del valle exigía el trabajo colectivo de todos los moradores (hombres, mujeres y niños), lo que necesitaba de un gobierno fuerte, eficaz y previsor. Cada ciudad ponía al servicio de las demás toda su población. El valle tenía que ser entendido como un territorio continuo, no como un espacio fragmentado en feudos enfrentados.

La planificación y las técnicas constructivas empleadas en la fundación de Caral, hace más de cinco mil años, no estaban en sus inicios. No se trata de acciones tímidas ni inseguras. Por el contrario, revelan un pleno dominio de la técnica y del control y organización del espacio. Cuando Caral fue fundada en 3100 aC, sus habitantes estaban adiestrados en técnicas capaces de levantar bloques de treinta metros de alto, que resistían las embestidas de los terremotos con una eficacia que hoy requiere unas técnicas casi inalcanzables en Perú hoy. Eso significa (como ya ocurriera en Mesopotamia cuando la súbita aparición de ciudades perfectamente delineadas y levantadas), que posiblemente se hallen en el futuro ciudades o poblaciones aún más antiguas, que denoten un progresivo dominio de los medios necesarios para proyectar y construir.

Las excavaciones en Caral, que prosiguen, solo han descubierto una parte de la ciudad, sin duda la más monumental. Pero bajo el extenso desierto que envuelve las pirámides se extiende sin duda los barrios residenciales, comerciales y artesanos.

La cultura de Caral, al igual que el resto de las culturas precolombinas peruanas, incluida la tan tardía inca, nunca será plenamente comprendida. Carece de escritura. La iconografía es escasa (algunas figuras que aún se estudian). Por tanto, nunca se sabrá a fe cierta la función de este gran asentamiento ceremonial y cívico.

Pero lo que parece cada vez más evidente es que la cultura urbana surgió en el cuatro milenio, si bien no solo en Egipto y Mesopotamia. Antes de los inicios de la primera dinastía faraónica y el despegue de la cultura sumeria, en el valle del Supe y, sin duda, en otros fértiles valles que unen los Andes con el océano (como en Ventarrón y en Huaca Prieta), se desarrolló una intensa cultura urbana de la que casi nada se sabe, pues los restos carecen de textos que ayuden a interpretarlos.

(Fotos: Tocho)

lunes, 2 de agosto de 2010

The Pogues: White City (1989)

Cerrado por...

TOCHO reabriría a finales de agosto -si no le cae un idem en la cabeza



Arquitecto con las maletas hechas

El "alma" en Mesopotamia


Aunque el término alma evoque lo inmaterial en el ser humano, se asocie a la luz y se oponga a la opacidad del cuerpo -una concepción platónica y neoplatónica que influenciará el Cristianismo-, se puede decir que los griegos conocían dos "almas" -la energía de los cuerpos vivos, y la psique, el último hálito que se evaporaba por la boca al fallecer el hombre-, y los egipcios, tres. En ambos casos, el o las "almas" eran dobles desencarnados de los seres vivos, y podían llegar a ser muy molestas si no se cumplían los ritos funerarios estipulados para ayudarlas a evadirse del mundo de los vivientes camino del de los muertos.


En Mesopotamia, al parecer, solo se sabía de la existencia de un "alma". Ésta, al igual que, posteriormente, en Grecia, cobraba "vida" -es decir, se manifestaba, se hacía visible- a la hora de la muerte. Se la llamaba viento (il). Y viento era el último soplo del moribundo que expiraba.

En este momento, era necesario que el "alma" hallara la senda hacia el infra-mundo, y no pudiera retroceder hacia la tierra, merodeando por los cementerios. Por eso, la tumba se cerraba a cal y canto, y se practicaba un conducto que desembocaba en las regiones inferiores; o se enterraba al difunto en una tumba tan pequeña, un hoyo en la tierra, que el il quedada aprisionado y solo podía escapar abriéndose camino hacia las profundidades.


Una vez que, gracias a las plegarias y las ofrendas de los familiares vivos, el "alma" hubiera llegado a los "infiernos" -un mundo oscuro, invadido de larvas, por el que deambulaban almas en pena, llamado kur, un término que también significaba región montañosa, y país enemigo-, se convertía en un espectro o un fantasma (il también significa espectro).


Esta figura fantasmagórica debía ser mantenida. No era necesario acudir a honrarla a la tumba si un doble de aquélla -o un soporte material en el que pudiera encarnarse- era depositado, ya sea en la vivienda familiar, ya sea a los pies de una divinidad en un templo. En efecto, las célebres estatuas de orantes mesopotámicos, a las que ningún texto antiguo se refiere claramente, podrían ser, no imágenes o sustitutos de orantes en permanente estado de plegaria ante la divinidad -las estatuas suelen representan a humanos con los ojos desorbitados como si estuvieran ante un misterio que les inquieta o les da esperanza, y las manos juntas en gesto de imploración, o al menos así son interpretadas-, sino imágenes corpóreas de las desencarnadas ánimas de los difuntos. Gracias a estos soportes materiales, las almas se hallaban quietas ante la divinidad que velaba sobre ellas, y los vivos podían estar tranquilos sin temer la súbita irrupción de un alma espectral furiosa porque ya nadie se acuerda de ella.


En Mesopotamia, se temían a la muerte, al mundo de los muertos y a los muertos reaparecidos. Se temía la "inhumana" condición en la que vivían los difuntos -y la que aguardaba a los vivos- y, al mismo tiempo, el hecho de que no estuvieran totalmente "muertos" sino que perduraran con una vida aletargada, salvo que las marmóreas estatuas les dieran cobijo y las satisfacieran.


Cabe preguntarse si esta concepción de la estatuaria no se mantuvo vigente en época clásica. Una estatua naturalista, ¿es la representación de un cuerpo, o es un soporte corpóreo para un espíritu? La desazón que suscitan las efigies "demasiado" naturalistas quizá provenga del hecho de que no sabemos bien qué o a quien estamos contemplando cuando miramos a una supuesta imagen de un ser vivo. Quizá sea el destino de nuestra propia alma, que se despierta y nos turba a la vista de su próxima morada.
(Texto basado en una narración de Dina Katz -la máxima autoridad en temas del inframundo-, impartida en Barcelona el 31 de julio de 2010).