sábado, 7 de diciembre de 2024

BARBARA CRANE (1928-2019): CHICAGO LOOP (1976-1978)























 

La fotógrafa norteamericana operaba por series. Quizá la más conocida respondía a un encargo: documentar el centro de la ciudad de Chicago, un centro de rascacielos del siglo XIX, donde de noche y los fines de semana, cuando los edificios se desangran de los oficinistas que huyen, como sombras diminutas empequeñecidas por las moles altivas, quedan yermos, así como las calles, pobladas de espectros: una ciudad exhausta. 
Si retrato es inmisericorde. Fachadas repetitivas, semejantes a rejas o alambradas. Sean horizontales o verticales, tersas, rectas u ondulantes, asciendan como picas, o rayen el horizonte, enclaustren ventanas o se configuren como un trama uniforme, las verjas metálicas cierran la vista. Nunca  el muro o la pared se ha mostrado tan bien y tan descarnadamente como un impedimento y un encierro. De un lado y de otro de este enrejado, que el blanco y negro acentúa, no vive nadie. Sea de día o de noche, inmune al tiempo, el muro, la cuadrícula inmutable se alza hasta donde la mirada no alcanza.
La vida de Chicago no escapó a la cámara de Bárbara Crsne. Pero acontece al borde del lago, como otras series, alejadas del centro carcelario captan. 

Una exposición, hoy, en París, descubre la mirada escrutadora de esta fotógrafa. Pocas veces la arquitectura moderna ha revelado la indudable, casi perversa fascinación y la inquietud que suscita, y su inhumano carácter.


viernes, 6 de diciembre de 2024

Estigma




¿Qué es un estigma?

Hoy el estigma es subjetivo; está  en la mirada ajena. Una mirada entre torva, temerosa, atemorizada y despectiva que desestabiliza quien la recibe. Éste se siente rechazado. Una sensación que es a la vez una realidad. La mirada y el gesto retraído ajenos, que marcan las distancias, y buscan ahuyentar -o no mirar- a quien se le mira mal, logran que la persona que sufre el mal de ojo evite mostrarse. 

Vivimos ante la mirada de los demás. Son sus miradas las que nos realzan, nos prestigian o nos hunden. Una mirada sombría nos ensombrece y nos apaga. Aunque estemos presentes nos vuelve invisibles. Nadie nos mira ni desea mirarnos. Las miradas nos atraviesan como flechas, como si ya no estuviéramos allí. Son flechas que nos matan. El oprobio, literalmente, nos avergüenza. Dejemos de ser probos. Ya no contamos. Estamos contaminados, como si la pérdida de probidad nos marcara con una mancha que nos señala y nos aparta.

La mirada que echamos hoy al estigma parece enraizada en el negativa consideración que sobre el estigma se tenía en la antigüedad. En efecto, estigma, en griego -stigma-, nombra una marca hecha por un punzón. La punta inscribe una marca, una impronta en la materia. La marca es indeleble, imborrable. Penetra profundamente en la materia. Dicha marca es una herida que se adentra en la carne, que la abre con un surco que no se cerrará.

Los estigmas no solo se trazan, como si de un grabado se tratara. Se inscriben a sangre y fuego. Un hierro candente, aplicado sobre la piel, la requema así como a la carne, y la huella convierte a un ciudadano en un esclavo (así en Roma, o en los Estados Unidos sureños hasta mediados del siglo XIX). Pierde sus derechos. Es sometido y utilizado como un objeto al servicio de nuestros intereses, necesidades y deseos. La marca, que se hunde en la carne, la abre como si fuera un tajo  y la hincha, no se borrará. El estigmatizado deberá soportar la marca de por vida, una señal a la vista de todos que lo designa como una persona distinta..Quedará para siempre en evidencia la humillación infligida. La persona ya no es ni será una persona. Tratada como un animal doméstico, que al igual que el esclavo, es marcado profundamente, su vida queda “marcada”. Solo la muerte le permitirá borrar la ignominia. En este sentido, se percibe el estigma, ayer y hoy, de unan manera parecida.

La discusión parecería cerrada. El estigma es una lacra que rebaja al ser humano.

Mas, los estigmas más conocidos pertenecen, sin embargo, no al mundo profano sino a lo sagrado: súbitas lesiones en la piel que imitan, reviven o rememoran los castigos corporales a los que fue sometida la divinidad cristiana. Su primer fiel, Pablo (Carta a los Gálatas 6, 17), enunció que había quedado íntimamente unido a la divinidad mediante estigmas -mas que físicos, espirituales: “ego gar ta stigmata tou kuriou”. Desde entonces, comulgaba con la divinidad . Su vida, su suerte, estaba asociada a su maestro o modelo. El elemento de unión era el estigma que lo identificaba como seguidor y portavoz  de la divinidad.

Pablo compartía estigmas con su Señor (el dueño y señor de su vida). Mas, la palabra estigma no se utiliza en ningún momento en el Nuevo Testamento para referirse a las heridas corporales de la divinidad, sino que éstas son descritas como “figuras” (Evangelio de Juan, 20).

 Dijo el incrédulo Tomás a Cristo: “ille autem dixit eis nisi videro in manibus eius figuram clavorum et mittam digitum meum in locum clavorum et mittam manum meam in latus eius non credam -si no veo en sus manos las marcas [las heridas, las llagas, los estigmas] de los clavos, si no hundo los dedos en las marcas de sus manos, si no hundo los dedos en las marcas de su costado, no creeré” (en su muerte  y resurrección. Solo la constatación física, palpable, de unas heridas mortales me permitirán creer que Cristo ha resucitado puesto que se halla vivo ante mí cuando debería estar muerto). Gracias a los estigmas se verifica la profecía de la venida de una divinidad que derrota  a la muerte y funda una comunidad de creyentes. El estigma, en este caso, une, no segrega. Es un signo de apertura y no de cerrazón. Funda, no destruye o disuelta. Integra, que no segrega. Es un signo de alianza, de reconocimiento gracias al cual se comparten valores e ideales, una misma fe o confianza en la vida presente y futura. El signo, el estigma, organiza la vida de una comunidad.

El estigma se configura ahora como un signo de reconocimiento. Los cuerpos, las comunidades, los territorios, en algunas culturas africanas, están organizados mediante a unos signos inscritos en la carne y el territorio. Signos, escarificaciones, que orientan y facilitan el reconocimiento y, por tanto, la protección que cualquier semejante otorga a quien percibe como un igual, un miembro de un mismo grupo, en un mismo enclave.

Figura, en latín, no se traduce por dibujo o imagen, ni por ilustración, sino por rasgo. Una figura, como la que Tomás describe,  es un conjunto de trazos o rasgos que definen a una persona. La figura es su manera de ser en el mundo. Toda figura es buena. Una buena planta. 

A través de la figura, la persona entra en contacto con los demás y se relaciona con éstos. La figura no es un signo de exclusión, sino de integración. Sin figura no se es nada. 

La figura no es el estigma, tal como lo entendemos hoy, sino un signo de reconocimiento. Éste individualiza, perfila, aísla, pero precisamente para que a través de los límites sepamos quiénes somos, dónde estamos y quiénes son los que nos acompañan. La figura evita la confusión, la indiferenciación, que impide el diálogo. Las voces, las personas desfiguradas no se reconocen. Son anónimas, están indiferenciadas. Son indiferentes, insensibles. No pueden relacionarse, porque no saben quién son y quienes somos.

Stigma, en griego, está emparentado con stigme. Esta palabra designa una figura retórica. Es un punto. Los puntos pautan. Facilitan la lectura. Permiten respirar, modular, dar sentido a la frase. Un texto sin punto es la transcripción de una voz interior. Quien así habla en silencio habla consigo mismo. Pero no trasmite nada salvo  a sí mismo. Para los demás, ha enmudecido y parece no tener nada que decir. El punto puntea. Marca un ritmo. Armoniza el discurso. El punto da un respiro. Permite tomar fuerzas para reemprender el habla, que se organiza a través de una secuencia, casi melódica de puntos. El punto es una punzada que desencadena y aviva el discurso, un acicate y, a la vez, lo que cose el discurso, estructurándolo para que llegue y sea comprensible. Ls palabra no punteada es un borborigmo, un ruido continuo que nada dice.

Los estigmas, hoy, son símbolos de rechazo. En su origen, por el contrario, eran signos  que permitían reconocerse. Eran, en verdad, escrituras, sin duda dolorosamente escritas -como toda escritura-, que facilitan encuentros.

El primer estigma recayó en un criminal: un fratricida. Cometió el primer crimen de la historia. El asesinato de Abel a menos de su hermano Caín hubiera tenido que acarrear la pena máxima para éste. Sin embargo quizá sorprendentemente , pero en verdad, con lógica, la divinidad lo salvó. La salvación pasó por un estigma: el signo de Caín, que identificaba al criminal no como una persona que tuviera que sufrir la exclusión para siempre, sino la lenta reintegración en la comunidad tras la expiación. Un signo de perdón tras la asunción y el reconocimiento del mal causado.

El estigma indicaba que quien estaba marcado necesitaba cuidados. Toda la comunidad debía volcarse para rescatarlo y reintegrarlo. El estigma era una advertencia. Una petición de ayuda. Lejos de rechazar. apelaba a la empatía a fin de ayudar a quien se sentía marginado o se había marginado. La comunidad debía acompañarlo en su regreso al seno de aquella. El estigma une a una comunidad en un esfuerzo conjunto para ayudar al estigmatizado a volver al seno del grupo. De pronto, la comunidad tiene un objetivo, la agrupación tiene sentido, y el esfuerzo en grupal, compartido. Una festividad celebrará el regreso del rechazado.

Los males, los estigmas existen y existirán. Son necesarios . Son puntos que enriquecen a colectivos. Revelan otras caras.  Los estigmas son signos que señalan al excluido para que aceptemos volverlo a mirar, mirarle a la cara y devolverle su figura para que vuelva a integrarse a la comunidad, a sentirse vivo y aceptado. 

No los miremos mal. Pues esta mirada nos es devuelta. Excluyendo nos excluimos. Nos negamos a relacionarnos, a dialogar. Y así nos encerramos y enmudecemos. Creemos aislar a quienes estigmatizamos, pero en verdad nos retrotraemos. Desaparecemos. Los estigmatizados acabamos siendo nosotros. Nuestro rechazo nos lleva a excluirnos. A dejar de ser miembros de la comunidad. A quedar en la intemperie. 


NB: notas breves para un documental sobre la estigmatización que una productora barcelonesa prepara. 

A M. C.

miércoles, 4 de diciembre de 2024

CRISTÓBAL MANUEL (1960): CIUDAD TRISTEZA


























 Los años noventa eran de colores. Las fotos, de colores, tendiendo a chillones. Ecos de los ochenta, antes del grunge. Pese a la crisis económica y cierto desaliento tras los juegos olímpicos de Barcelona en 1992, la creciente corrupción política en el partido gobernante, y la sensación que los despreocupadamente coloristas años ochenta -en España- empezaban, pese a los esfuerzos por mantenerlos vivos, entre la nostalgia y el hastío, a ser cosa del pasado, la imagen en nada evocaba la tristeza, la dureza, y las desigualdades de los años de la dictadura.

Pero los años noventa estuvieron también presididos por ciudadanos encorvados acarreando el carro de la compra ante bloques de pisos que parecen a punto de derrumbarse, por ancianos solos en residencias con muebles de Fórmica bajo una luz eléctrica hiriente, por galgos famélicos como sombras -aún más famélicos de lo que los galgos parecen-, por miradas huidizas y cabezas ladeadas, embrutecidas por el cansancio, a los que solo el blanco y negro de las fotografías del almeriense Cristóbal Manuel rinde justicia.

Imágenes de la periferia de Madrid, en terrenos baldíos, una capital triste, como si el tiempo se hubiera detenido años ha, y solo cupiera contemplar, sin esperanza, desde un banco en un altozano, un mar de de construcciones anónimas raídas, del que se habría logrado escapar, pero al que solo cabría volver, a la caída de la tarde, cuendo el negro del cielo se confunde con el negro de la tinta.

Sobre este foto periodista español, véase su página web:  http://cristobalmanuel.com/

Una exposición en las cercanías de Madrid recuerda estos años en las fotografías de Cristóbal Manuel :



martes, 3 de diciembre de 2024

RUDYARD KIPLING (1865-1936): DE LA NOCHE ATROZ (1888)

 El denso calor que se cernía sobre la tierra frustraba toda esperanza de sueño. Las cigarras contribuían al calor, y los chacales, aullando, ayudaban a las cigarras. Era imposible sentarse tranquilo en la casa oscura, vacía, poblada de ecos, a contemplar el punkah mientras batía el aire. De modo que a las diez de la noche planté mi bastón en el centro del jardín y esperé a ver hacia dónde caía. Señaló directamente a la carretera, iluminada por la luna, que conduce a la Ciudad de la Noche Pavorosa.

El animal saltó de su madriguera y corrió a través de un cementerio musulmán abandonado, donde calaveras sin mandíbulas y tibias rotas expuestas sin piedad por las lluvias de julio brillaban sobre el suelo, donde la lluvia había mordido sus canales. El aire calentado y la tierra agobiada habían hecho subir a los muertos a la superficie en busca de un poco de fresco. La liebre seguía saltando: husmeó con curiosidad un fragmento de un tubo de lámpara ahumado y desapareció en la sombre de un grupo de tarayes. La cabaña del tejedor de alfombras, al cobijo del templo hindú, estaba repleta de hombres dormidos, que yacían allí como cadáveres en sus sudarios. Por encima de ellos resplandecía el ojo fijo de la luna.

La oscuridad otorga una falsa impresión de frescura. Era difícil no creer que la corriente de luz que venía de arriba fuera cálida. No tan caliente como el sol, pero sí de una calidez enfermiza que calentaba el aire pesado. El camino hasta la Ciudad de la Noche Pavorosa se extendía recto como una barra de acero pulido; a cada lado del camino, yacían los cadáveres: ciento setenta cuerpos de hombres. Algunos, todos de blanco, con las bocas atadas; otros, desnudos y negros, como el ébano bajo la potente luz; y uno —que yacía con la boca abierta, lejos de los otros— blanco plateado y gris ceniciento.

Un leproso dormido; y el resto, sirvientes, tenderos y choferes de la parada cercana; la escena, una de las entradas principales de la ciudad de Lahore, y la noche era una de las calurosas de agosto. Eso era todo lo que había que ver, pero en ningún caso era todo lo que no podía ver. El embrujo de la luna se volcaba por todas partes, y el mundo estaba horriblemente cambiado. La larga hilera de muertos desnudos, flanqueaba por la rígida estatua de plata, no era un espectáculo agradable. Estaba constituida sólo de hombres. ¿Acaso las mujeres se veían forzadas a dormir al abrigo de sus sofocantes cabañas de adobe, como mejor pudieran? El lamento quejumbroso de un niño desde un bajo techo de adobe respondió a mi pregunta. Donde están los niños, ahí están las madres, que deben cuidarlos. Necesitaban cuidados en aquellas noches sofocantes. Una cabecita negra del tamaño de una bala espió por la albardilla, y una pierna delgada y morena, dolorosamente delgada, se deslizó hasta el canalón. Se oyó el tintineo agudo de unas pulseras de cristal, el brazo de una mujer asomó por un instante sobre el parapeto, se enroscó en el delgado cuello infantil y el niño fue arrastrado, protestando, al abrigo de su camastro.

Su grito agudo murió en el aire denso, casi en el momento de nacer, porque incluso los niños de esta tierra la encuentran demasiado caliente para llorar. Más cadáveres, más carretera blanca, iluminada por la luna; una hilera de camellos dormidos a un lado del camino; una visión de chacales que corren, ponis que tiran de carros, dormidos, con el arnés todavía en el lomo, y carretas con incrustaciones de latón, haciendo guiños a la luz de la luna, y de nuevo más cadáveres.

Dondequiera que hubiera un carro para cereales entoldado, un tronco de árbol, un par de bambúes y unos cuantos manojos de paja que proyectaran cierta sombra, el suelo estaba cubierto con ellos. Yacen, algunos boca abajo, con los brazos plegados, en el polvo; otros, con las manos cruzadas sobre la cabeza; otros, acurrucados como perros; los hay que se han arrojado como sacos junto a los carros y hay quienes están inclinados, la cabeza contra las rodillas, bajo el resplandor directo de la luna. Sería un alivio si al menos fuesen propensos a roncar; pero no lo hacen, y no hay nada que rompa su semejanza con los cadáveres excepto un detalle: los perros macilentos los olfatean y se marchan. Aquí y allá un niño duerme en el camastro de su padre, y en esos casos siempre hay un brazo protector que lo cubre. Pero, en su mayor parte, los niños duermen con sus madres en las azoteas. No hay que fiarse de los parias de piel amarilla y dientes blancos cuando tienen al alcance cuerpos oscuros.

Una sofocante ráfaga de aire caliente, que salía de la boca de la Puerta de Delhi, casi acaba con mi decisión de penetrar en la Ciudad de la Noche Pavorosa a estas horas. Es una combinación de todos los sabores malsanos, animales y vegetales, que una ciudad amurallada puede elaborar en un día con su correspondiente noche. La temperatura que hay entre las arboledas inmóviles de naranjos y plátanos, en el exterior de las murallas de la ciudad, parece fresca en comparación con ésta. ¡Que el cielo ayude a todas las personas enfermas y a los niños que se encuentren dentro de la ciudad esta noche! Los altos muros de las casas siguen irradiando un calor salvaje, y desde oscuros callejones salen hedores fétidos que bien podrían envenenar a un búfalo. Pero los búfalos no les prestan atencion: una manada desfila por la desierta calle mayor; de vez en cuando se detienen y acercan sus hocicos poderosos a las persianas cerradas de la tienda de un vendedor de grano, para resoplar como orcas.

Y luego llega el silencio, un silencio que está lleno de los ruidos nocturnos de una gran ciudad. Un instrumento de cuerda de alguna clase es apenas, sólo apenas, audible. Muy por encima de mi cabeza alguien abre una ventana, y el chasquido de la madera reverbera como un eco en la calle vacía. En uno de los tejados hay una hookah funcionando a toda máquina y los hombres hablan suavemente mientras fluye el agua en la pipa. Un poco más allá, los sonidos de la conversación son más nítidos. Una rendija de luz aparece entre las persianas corredizas de una tienda. Dentro, un comerciante de barba incipiente y ojos cansados hace el balance de sus libros de cuentas, entre balas de telas de algodón que lo rodean por completo. Le acompañan tres figuras cubiertas de blanco que hacen algún comentario de cuando en cuando. Primero, el hombre hace una anotación, y luego un comentario; a continuación se pasa el dorso de la mano por la frente sudorosa. El calor en la calle encajonada es digno de temerse. Dentro de las tiendas tiene que ser casi insoportable. Pero el trabajo continúa regularmente: anotación, gruñido gutural y gesto de la mano que se alza, sucediéndose uno a otro con la precisión de un mecanismo de relojería.

Un policía —sin turbante y completamente dormido— está tumbado en el acceso a la mezquita de Wazir Khan. Un rayo de luna cae vertical sobre la frente y los ojos del dormido, pero él no se mueve. Es cerca de medianoche, y parece que el calor aumenta. La plaza que se abre delante de la mezquita está abarrotada de cadáveres y hay que andar con mucho cuidado para no pisarlos. La luz lunar pinta sus rayas sobre la alta fachada de la mezquita, decorada con esmaltes coloridos en anchas fajas diagonales; y cada uno de los palomos solitarios que sueña en los nichos y esquinas de la mampostería proyecta la sombra de un polluelo. Fantasmas con sudario se levantan cansados de sus camastros, revolotean y se mudan a las oscuras profundidades del edifico. ¿Se puede subir a lo más alto de los grandes minaretes para contemplar desde allí la ciudad? El intento merece la pena en todos los sentidos, y con toda probabilidad la puerta de la escalera no estará cerrada. No lo está, pero un portero profundamente dormido está cruzado en el umbral, con la cara vuelta hacia la luna. Una rata sale corriendo del turbante al oír los pasos que se acercan.

El hombre gruñe, abre los ojos durante un minuto, se da la vuelta y vuelve a dormir. Todo el calor de un decenio de feroces veranos indios está almacenado en las pulidas paredes, negras, de la escalera de caracol. A mitad de camino, hay algo vivo, caliente y cubierto de plumas; y ronca. Al verse obligado a alejarse, escalón a escalón, conforme capta el sonido de mi avance, vuela hasta arriba, donde revela ser un milano airado de ojos amarillos. Hay docenas de milanos dormidos en éste y otros minaretes, y también en las cúpulas, abajo. A esta altura, se percibe la sombra de una brisa fresca o, siquiera, menos bochornosa y, refrescando con ella, me vuelvo a mirar la Ciudad de la Noche Pavorosa.

¡Hubiera podido dibujarla Doré! Zola hubiera podido describirla, este espectáculo de miles de durmientes bajo la luz lunar y la sombra de la luna. Las azoteas están atestadas de hombres, mujeres y niños, y el aire está lleno de ruidos indiferenciables. Están inquietos en la Ciudad de la Noche Pavorosa, y no me extraña. Lo milagroso es que puedan siquiera respirar. Si miras con atención a la multitud, verás que están casi tan inquietos como una muchedumbre diurna, pero es un tumulto contenido. Por todas partes verás, a la luz, a los durmientes que no paran de moverse, que remueven sus camastros y los vuelven a arreglar. En los patios como pozos de las casas se observa el mismo movimiento. Las despiadada luna lo revela todo. Muestra también las llanuras exteriores, y aquí y allá una extensión mínima del Ravee sin sus murallas. Muestra, por último, una salpicadura de plata rutilante en la azotea de una casa, casi inmediatamente debajo del minarete de la mezquita. Una pobre alma se ha levantado a echarse un poco de agua sobre el cuerpo febril; el tintineo del agua que cae llega, débil, al oído.

Dos o tres hombres, en rincones lejanos de la Ciudad de la Noche Pavorosa, siguen su ejemplo, y el agua relampaguea como señales heliográficas. Una pequeña nube pasa por delante de la luna, y la ciudad con sus habitantes —claramente delineados en blanco y negro un momento antes— se desvanecen en masas de negro, y negro más profundo. Y sin embargo, el ruido inquieto continúa, el suspiro de una gran ciudad abrumada por el calor y de una gente que busca en vano su descanso. Sólo las mujeres de las clases bajas duermen en las azoteas. ¿Cuál no será el tormento en los harenes guardados por celosías, en los que todavía hacen guiños unas cuantas lámparas?

Se oyen pisadas en el patio de abajo. Es el muecín, fiel ministro, que debía haber estado aquí hace una hora, para decir a los fieles que la oración es mejor que el sueño, el sueño que no quiere llegar a la ciudad. El muecín hurga por un momento en la puerta de uno de los minaretes, desaparece, y un rugido como de bueyes –un trueno magnífico– dice que ha alcanzado la parte más alta del minarete. ¡Ha de oírse la llamada hasta en las márgenes retiradas del mismo Ravee! Incluso al otro lado del patio es casi estremecedor. La nube se mueve y lo muestra, perfilado en negro contra el cielo, con las manos sobre los oídos y el amplio tórax dilatado por el trabajo de sus pulmones: ¡Allah ho Akbar! y a continuación una pausa, mientras otro muecín, desde algún lugar en dirección al Templo Dorado, contesta a la llamada: ¡Allah ho Akbar!. Una y otra vez; cuatro veces en total; y ya hay una docena de hombres que se han levantado de sus camastros. ¡Soy testigo de que no hay más Dios que Alá!

Qué grito más espléndido: ¡la proclamación del credo que saca a los hombres de sus camas a centenares en plena medianoche! Una vez más, atruena la misma frase, temblando con la vehemencia de su propia voz; y 

entonces, lejos y cerca, el aire de la noche resuena con ¡Mahoma es el Profeta de Dios!. Es como si estuviera lanzando su desafío al horizonte lejano, donde el relámpago del verano juega y salta semejante a una espada desenvainada. Todos y cada uno de los muecines de la ciudad están gritando a pleno pulmón, y algunos hombres, en las azoteas, comienzan a arrodillarse. Una larga pausa precede al último grito: ¡La ilaha Illallah! y el silencio se cierra sobre él, como el martinete cae sobre una bala de algodón.

El muecín baja a tumbos la escalera. Atraviesa el arco de la entrada y desaparece. Entonces el silencio sofocante se asienta sobre la Ciudad de la Noche Pavorosa. Los milanos del minarete se vuelven a dormir, roncando con más fuerza, el aire caliente llega en oleadas y en remolinos perezosos y la luna se desliza hacia el horizonte. Sentado, con ambos codos sobre el parapeto de la torre, uno puede asombrarse observan­ do aquella colmena torturada de calor, hasta el amanecer. ¿Cómo viven ahí abajo? ¿Qué piensan? ¿Cuándo se despertarán? Más tintineo de regaderas que se vacían; débil entrechocar de camastros de madera que entran y salen de las sombras; música extraña de instrumentos de cuerda, dulcificada por la distancia en lamento quejumbroso, y el gruñido sordo de un trueno remoto.

En el patio de la mezquita, el portero, que estaba tumbado en el umbral del minarete, se sobresalta, se lleva las manos a la cabeza, murmura algo y vuelve a dormir. Acunado por los ronquidos de los milanos —roncan como humanos de gargantas desproporcionadas—, yo también caigo en una especie de somnolencia inquieta, consciente de que ya han dado las tres y de que hay un ligero —pero muy ligero— frescor en el ambiente. La ciudad está absolutamente tranquila ahora, excepto por el canto de amor de algún perro vagabundo. Nada, salvo un hondo sueño de muerte.

Después de esto, se suceden varias horas de oscuridad. Porque la luna ha desaparecido. Los perros están quietos, y yo espero la primera luz de la aurora para iniciar mi camino de vuelta a casa. De nuevo el ruido de pisadas sordas. La oración de la mañana está a punto de empezar, y mi guardia nocturna ha terminado. ¡Allah ho Akbar! ¡Allah ho Akbar!. El este se vuelve gris, y ahora azafrán; el viento del alba llega como si el muecín mismo lo hubiera convocado y, como un solo hombre, la Ciudad de la Noche Pavorosa se levanta y vuelve su rostro hacia el día que amanece.

Con la vuelta a la vida, vuelve el ruido. Primero, en un susurro sordo; luego, en un murmullo grave; porque es preciso recordar que la ciudad entera está en las azoteas. Mis párpados se caen bajo el peso de un sueño largamente pospuesto, y yo me escapo del minarete a través del patio, hacia la plaza, donde los durmientes se han levantado, apartan sus jergones y discuten con la hookah de la mañana. El fresco efímero del aire ha desaparecido y hace tanto calor como al comienzo. ¿Tendría el sahib la amabilidad de abrirnos el paso? ¿Qué ocurre? Aparece una cosa que los hombres llevan a hombros a media luz y me aparto. El cadáver de una mujer en su camino a la pira funeraria, y un mirón dice: Murió a medianoche a causa del calor. Después de todo, así como de la Noche, la ciudad era la de la Muerte.


NB: El título del cuento procede de un poemario, de 1870, del escritor victoriano James Thomson (1834-1882)

MIGUEL DELIBES (1920-2010): EL PUEBLO EN LA CARA (1964)

 NB: Debo a la arquitecta y novelista Inés Vidal el descubrimiento de este cuento. Le agradezco la comunicación.


EL PUEBLO EN LA CARA

Cuando yo salí del pueblo, hace la friolera de cuarenta y ocho años, me topé con el Aniano, el Cosario, bajo el chopo del Elicio, frente al palomar de la tía Zenona, ya en el camino de Pozal de la Culebra. Y el Aniano se vino a mí y me dijo: «¿Dónde va el Estudiante?». Y yo le dije: «¡Qué sé yo! Lejos». «¿Por tiempo?», dijo él. Y yo le dije: «Ni lo sé». Y él me dijo con su servicial docilidad: «Voy a la capital. ¿Te se ofrece algo?». Y yo le dije: «Nada, gracias Aniano».

Ya en el año cinco, al marchar a la ciudad para lo del bachillerato, me avergonzaba de ser de pueblo y que los profesores me preguntasen (sin indagar antes si yo era de pueblo o de ciudad): «Isidoro, ¿de qué pueblo eres tú?». Y también me mortificaba que los externos se dieran de codo y cuchichearan entre sí: «¿Te has fijado qué cara de pueblo tiene el Isidoro?» o, simplemente, que prescindieran de mí cuando echaban a pies para disputar una partida de zancos o de pelota china y dijeran despectivamente: «Ese no; ese es de pueblo». Y yo ponía buen cuidado por entonces en evitar decir: «Allá en mi pueblo…» o «El día que regrese a mi pueblo», pero a pesar de ello, el Topo, el profesor de Aritmética y Geometría, me dijo una tarde en que yo no acertaba a demostrar que los ángulos de un triángulo valieran dos rectos: «Siéntate, llevas el pueblo escrito en la cara».

Y a partir de entonces, el hecho de ser de pueblo se me hacía una desgracia, y yo no podía explicar cómo se cazan gorriones con cepos o colorines con liga, ni que los espárragos, junto al arroyo, brotaran más recio echándoles porquería de caballo, porque mis compañeros me menospreciaban y se reían de mí. Y toda mi ilusión, por aquel tiempo, estribaba en confundirme con los muchachos de ciudad y carecer de un pueblo que parecía que le marcaba a uno, como a las reses, hasta la muerte. Y cada vez que en vacaciones visitaba el pueblo, me ilusionaba que mis viejos amigos, que seguían matando tordas con el tirachinas y cazando ranas en la charca con un alfiler y un trapo rojo, dijeran con desprecio: «Mira el Isi; va cogiendo andares de señoritingo».

Así, en cuanto pude, me largué de allí, a Bilbao, donde decían que embarcaban mozos gratis para el Canal de Panamá y que luego le descontaban a uno el pasaje de la soldada. Pero aquello no me gustó, porque ya por entonces padecía yo del espinazo y me doblaba mal y se me antojaba que no estaba hecho para trabajos tan rudos y, así de que llegué, me puse primero de guardagujas y después de portero en la Escuela Normal y más tarde empecé a trabajar las radios Philips que dejaban una punta de pesos sin ensuciarse uno las manos.

Pero lo curioso es que allá no me mortificaba tener un pueblo y hasta deseaba que cualquiera me preguntase algo para decirle: «Allá,en mi pueblo, el cerdo lo matan así, o asao». O bien: «Allá, en mi pueblo, los hombres visten traje de pana rayada y las mujeres sayas negras, largas hasta los pies». O bien: «Allá, en mi pueblo, la tierra y el agua son tan calcáreas que los pollos se asfixian dentro del huevo sin llegar a romper el cascarón». O bien: «Allá, en mi pueblo, si el enjambre se larga, basta arrimarle una escriña agujereada con una rama de carrasca para reintegrarle a la colmena».

Y empecé a darme cuenta, entonces, de que ser de pueblo era un don de Dios y que ser de ciudad era un poco como ser inclusero y que los tesos y el nido de la cigüeña y los chopos y el riachuelo y el soto eran siempre los mismos, mientras las pilas de ladrillo y los bloques de cemento y las montañas de piedra de la ciudad cambiaban cada día y con los años no restaba allí un solo testigo del nacimiento de uno, porque mientras el pueblo permanecía, la ciudad se desintegraba por aquello del progreso y las perspectivas de futuro.

FIN



Viejas historias de Castilla la Vieja, 1964

lunes, 2 de diciembre de 2024

Normal -o no.

 La norma define lo que es normal. 

Norma, en latín, se traduce por regla.

Una regla tiene dos acepciones: un útil que permite trazar líneas rectas, es decir normalizadas, ética y estéticamente “correctas” , aceptables y aceptadas, asumidas como algo “normal”; y un edicto que impone cómo se tiene que proceder o evaluar. 

Una regla, así entendida, regula acciones, comportamientos y mentalidades. Evita desviaciones, salidas de tono, renglones torcidos. Con la regla, figuras y textos cuadran, como si hubieran sido trazados o siguieran trazados a regla y cartabón; en latín, normalitas .

La norma (el útil del arquitecto, por excelencia, del diseñador o del proyectista) evita las anomalías, las extrañezas, las excepciones, y todo aquello que escapa a la mesura y la medida. La desmesura, la falta de medida y de retención, no casan con el uso de la regla. Los trazos, las figuras, las grafías normales no sorprenden. Son trazas y trazos canónicos.

Canon, en latín, significa regla, ley, modelo; en griego, kanon se traduce por linea recta. Designa también la agarradera de un escudo que permite avanzar en línea recta, manteniendo la formación reglada o regulada -la regla, norma o ley implica siempre cierta presión o violencia para evitar desbandadas en todas direcciones, las andadas, que nunca intervienen rectamente-.

El canon determina lo que es aceptable, lo que se tiene que asumir, integrar. Y deja de lado los errores, las imperfecciones, las deficiencias. Todo lo que no cuadra o casa con un modelo considera perfecto y por tanto insuperable, del que no cabe desvío alguno. Todo lo que no encaja con el modelo es percibido como un signo de impericia o de rebeldía.

Perittos, en griego, precisamente, designa lo que no se atañe a la mesura; lo que no está pautado. Perittos es lo exagerado, lo excesivo, que que está fuera (ex-) de cualquier precepto. Es decir, perittos escapa a cualquier definición. Aparece por sorpresa. Sorprende, tomó a desprevenido. Desmonta la cuadrícula (trazada con regla y escuadra). No responde a lo que se espera. De algún modo, deslumbra, y asusta, porque no se la espera.

Perittos, era, en Grecia, la belleza: el paradigma de la belleza, la belleza entendida como lo que excede la vida gris. Excesiva, fuera de toda norma, irrepetible, la belleza no respondía a canon alguno. Por este motivo, entre la belleza y lo monstruoso, ambas cualidades eran dignas de mostrarse. Precisamente porque no responde a nada conocido, porque no es previsible, y desmonta cualquier prejuicio, la belleza es indefinible, indeterminable. Refulge y se extingue, antes de que retorne la normalidad, apagado, extinguido, apocado el brillo, y el mundo ya no nos sorprenda más, ni ofrezca más esperanzas de salir las reglas impuestas o asumidas.

 

domingo, 1 de diciembre de 2024

MARC MIGÓ (1993): GHOSTS OF BARCELONA (2023)


 Sonata para violín, n.1

Sobre este compositor catalán, véase su página web:

https://www.marcmigo.com/


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