domingo, 28 de junio de 2009

Crónica de Bagdad, 24 de junio de 2009. Coda: La cabeza de (la estatua) de Sadam Husein



No pudimos levantarla. Cuando el conservador nos señaló una caja de cartón, abandonada en el suelo, en el interior de la cual se adivinada un oscuro bulto, de formas amorfas, demasiado voluminoso para el envoltorio, quisimos contemplarlo. Pero la mayoría de nosotros no nos atrevimos a sacarlo. Era una pieza de bronce, de tamaño natural, que pesaba -aunque menos de lo esperado-, y cuyo borde inferior cortaba, pero este no era el motivo de nuestro temor o rechazo.
La cabeza (de la estatua decapitada) de Sadam Husein, en las reservas del Museo Nacional Iraquí, en Bagdad, estatua que durante años presidió el centro de la ciudad, tenía el cuello desgarrado. Había sido arrancada violentamente. Por la boca del cuello se intuía un pozo negro y profundo en el que se agazapan no se sabe qué posibles masas larvarias. El rostro no estaba deformado. Y seguía mirando con los ojos bien abiertos y una expresión dura e irónica. Aunque cansada, quizá.
Las anécdotas acerca de la confusión creada por imágenes demasiado realistas abundan desde la antigüedad. Animales y humanos han creído estar ante un ser vivo cuando, en verdad, contemplaban una efigie. La capacidad de la obra de suscitar desasosiego era la prueba definitiva del talento del creador. Se contaba que, incluso en el siglo XVI, hubo gente, formada incluso, que se cuadró ante un retrato de Felipe V recién pintado, que el artista puso a secar en una ventana del palacio -y quizá también para verificar su poder de seducción-. Hace unos cuarenta años, el museo de figuras de cera de Madame Tussaud, en Londres, organizó un concurso para saber quien sería capaz de pasar una noche, una tan solo, encerrado entre blandas estatuas de criminales. Nadie consiguió el premio.
Sin embargo, en todos esos casos, se parte del presupuesto que la imagen parece viva, ilusoriamente animada. Pero no lo es; no lo está. De ahí el mito de Pigmalión, seducido por su propia creación, que no le corresponde. Solo nos hace falta tocar la obra para que la ilusión se desvanezca. La obra es como una meretriz que promete falsos paraísos. En el último momento, se descubre la ilusión. La obra es un muñeco de trapo.
En el caso presente, en los sótanos del museo, sabíamos que estábamos ante una imagen. El parecido no estaba ni siquiera bien logrado. La obra es mediocre. En ningún caso, la cabeza podía ser confundida con la cabeza sangrante de Sadam Husein (si éste hubiera sido decapitado -murió ahorcado).
Pero no pudimos tocarla. No se trataba de una imagen, sino de un sustituto. Estábamos, no en los territorio del arte, sino de la magia.
La servidumbre naturalística no se aplica al fetiche. Éste no tiene porque parecerse al modelo. No estará nunca junto a él (para que, por ejemplo, demos fe de la veracidad de la imagen). Lo reemplazará. Aunque el modelo desaparezca, la efigie seguirá, diríamos que viva. Posee, no la apariencia, sino una extraña fuerza; de ella emana un influjo certero que la convierte en un ente aún más vivo que un ser vivo.
La estatua rota de Sadam Husein tiene un poder que otras estatuas, infinitamente más valiosas, no poseen.
Hasta el siglo XVIII, arte y magia estaban confundidos. La separación que Platón estableció entre ídolos e iconos no era efectiva, como lo recordarían tantas discusiones, que tantas veces acabaron mal, entre defensores y detractores de la imagen. Fue Kant quien acabó con el poder del arte, al desligarlo de la magia: el arte fue deninido como lo que no seducía, lo que no despertaba las sensaciones y las emociones que la belleza y el horror de la vida suscitan. El arte debía ser sólo un pálido reflejo, una versión desnaturalizada de la vida efectiva. De ahí al arte abstracto ya no había sino un paso.
La estatua de Sadam, tirada en el polvo de las reservas del Museo de Bagdad, se encarga de poner en evidencia el error de Kant, o, mejor dicho, la vanidad de su noble tentativa. El arte no puede desligarse de la magia. Vuelve a ella, como un vampiro a la sangre que mana de una herida.
No, esta estatua no es "arte". No puede serlo. Es un ente que, intuimos, nos hará daño si nos atrevemos a ponerle la mano encima. Qué fue moldeada y fundida para causar el mal. Sadam asesinaba. Y murió. Su efigie, por el contrario, lanza una maldición. Que no cesa. Y sigue viva, como bien se encarga de recordarlo a quien se acerca inadvertidamente a ella.

No hay comentarios:

Publicar un comentario