Hubo un tiempo, no muy lejano, en que las dos maneras de tomar café simbolizaban dos maneras de ver la vida o de situarse en la vida.
El café, a veces, se tomaba en casa. De la cafetera ascendía un líquido negro, más negro que fuerte, pese a las cantidades ingentes de café molido utilizadas, sin una mácula, como una piedra negra pulida. La cara de sueño, o de malhumor, se reflejaba en las aguas sin fondo. El café se compartía; se tomaba en familia o con amigos. Las cafeteras individuales no existían; las más pequeñas daban un café para dos. El café se tomaba en taza, o en tazón. Había que dejarlo enfriar; invariablemente quemaba. El café sobrante se quedaba en la cafetera y, a menudo, se mantenía caliente. Si una visita se dejaba caer, si un familiar llegaba a destiempo, siempre cabía la posibilidad de ofrecerle un café caliente -o recalentado. "¿Hace un café?": una frase para romper el hielo.
Pero no siempre se aceptaba este rito: la ingesta de una infusión en grupo; o no convenía. Un brebaje más fuerte era necesario. En este caso, se bajaba, o se escapaba, al bar. El café de bar era más fuerte. Y, a menudo, amargo. Despertaba un muerto. Un círculo de espuma, sucia o dorada, según los casos, pespunteaba la superficie de la taza llena. Este café se tomaba solo. Casi siempre al vuelo. Adosado a la barra, nunca sentado -para qué, estando solo y con los minutos contados-, se ingería de golpe. Sin cruzar palabra, sin mirar a nadie, quizá distraídamente la portada de un periódico arrugado y doblado sobre el mármol o el formica. Era el café de las once, en un momento de respiro, de los solitarios, de los que se escapaban de casa un momento para respirar. Una autoafirmación antes de enfrentarse de nuevo al mundo.
Y llegó Nespresso: diminutas cápsulas, brillantes y coloreadas como joyas de pacotilla, herméticas, levemente futuristas, con nombres evocadores: Arpeggio, Volutto, Capriccio... Se venden en tiendas especializadas, exclusivas, situadas en barrios caros. Parece que no vendan café sino aire, perfumes, -u objetos de lujo. Atiende un personal atildado, sacado de un manual de moda, levemente condescendiente. Uno no puede no ser socio del club Nespresso, con aires de exclusividad. Se lanzan novedades, cafés cada vez más exóticos, y caros, de producción limitada, en cajitas como de bombones, que invitan, obligan a una compra desaforada. Se agotan ya.
El café nunca se ve. La cápsula es un envoltorio que no se puede rasgar. El polvo negruzco interno desentonaría. Tiene un aire futurista, o espacial. No se llama cápsula por nada. Se venden con cuenta gotas. No se pueden reutilizar. Y siempre se corre el peligro de quedar sin ellas.
Las cápsulas son individuales. No se comparten. Son porciones ínfimas, íntimas. El usuario escoge un color, o un sabor. Al igual que las máquinas de café. Imitan las cafeteras de los bares, aunque solo puedan servir uno o dos cafés a la vez.
Pero el café Nespresso no se toma en un bar, sino en casa. Está "pensado" para el hogar. Los bares no lo sirven: es demasiado caro. Y se tiene que tomar en solitario. Cuatro personas juntas no pueden hacerlo al mismo tiempo: unas lo tomarían ya frío, las últimas se quemarían. Se sirven y se toman a medida que llegan. Fortalece, reafirma la individualidad. Se convierte en un bien que se tiene que poseer. Para degustar aisladamente, viendo como los demás contemplan la escena con envidia.
La hábil publicidad ya lo prueba. La morena estupenda prefiere la diminuta cápsula coloreada al canoso Clooney de buen ver. Es un golpe bajo. Si ni siquiera Clooney puede con el frío artilugio, ¿qué será de nosotros?
Por otra parte, Clooney se venga y ya no se fía más que de la capsula, pese a Camille Belle. Absurdo, sin duda. Mas, ¿qué haríamos nosotros, tentados entre un Capriccio -que se agota- y un capricho? La cápsula no engaña, pese a lo volátil del café. Es lo único a lo que podemos aferrarnos.
Nespresso es el perfecto símbolo del hogar moderno. Cada uno por su lado, a horas distintas, buscando el máximo placer, sin compartir con nadie, listos para salir hacia donde sea, ninguna parte. Rápido. No sea que nos levantemos tarde y nos quedemos sin...espresso.
¿Cómo hacían en el siglo pasado?
Este texto es una variación sobre el delicioso artículo: Alix Girod de l´Ain: "La capsule Nespresso", Jérôme Garcin (ed.): Nouvelles Mythologies, Seuil, París, 2007, ps. 81-82. Una estupenda recopilación que remeda el texto clásico de Roland Barthes: Mythologies, de 1957.
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