viernes, 26 de junio de 2009

Crónica de Bagdad, 24 de junio de 2009. Parte 3 y última: el barrio y el santuario chiítas de Khadimiya

Victoria y yo, preparados, camino de Khadimiya.


Puerta de entrada a la tumba del imán


Tumba del imán.


Patio del santuario.



Antiguos dormitorios de peregrinos en el patio del santuario.



Minarete del santuario.



Galería de madera de dos pisos.



Casas del siglo XIX.






Las galerías de madera, comunes en la arquitectura otomana, son originarias de Bagdad











Bazar cubierto. Los pisos superiores, originariamente, eran viviendas.


El bazar de Khadimiya, pequeño, es el más importante y activo de Bagdad.





Santuario de Khadimiya: contiene la tumba de los imanes Mousa al-Khadim y Muhammad at-Taqi, dos de los doce hombres santos del islam, parientes del profeta, enterrados en Kharvala y Khadimiya (Irak), Irán, y la Meca (Arabia Saudí).
Se trata de uno de los lugares santos musulmanes. Acuden unos cuatro millones de peregrinos, de todos los países islámicos, en las fiestas bianuales en honor de los imanes enterrados. Cada viernes, una multitud también tiene acceso a la oración.


Tiendas de joyas de oro, labradas manualmente, se distribuyen a cada lado de la principal avenida de acceso al santuario.






Acceso al barrio de Khadimiya. Los controles y chequeos son exhaustivos, agotadores. No permiten la entrada a occidentales por temor a atentados.




Nos detuvimos ante altos portalones metálicos, coronados de alambradas, dispuestos de lado a lado de la calle, que impedían el paso, como lo recordaban guardias armados. Habíamos cruzado todo Bagdad siguiendo una camioneta hululante con una metralleta montada sobre la plataforma trasera manejada soldados armados hasta los dientes (granadas, fusiles y metralletas).

Las buenas artes de la embajada de España, de la Universidad y del Ayuntamiento de Bagdad, y del mismo alcalde de la ciudad, habían logrado que dispusiéramos de diecinueve guardias armados, pero aún no del salvoconducto para entrar en el barrio de Khadimiya. Faltaba l último y decisivo permiso.

Nos introdujeron en una casa de una planta, justo después de cruzar los portalones. Nos descalzamos. Cámaras y móviles confiscados. Un interior encalado, con el suelo enteramente alfombrado, y sillones dispuestos contra las paredes de las distintas estancias interconectadas por pasos muy amplios. Una multitud aguarda sentada. Entran y salen lo que parecen delegaciones de religiosos. De tanto en tanto, corren una cortina para que veamos quienes desfilan en la sala contigua. No sabemos porqué estamos aquí. Nadie nos informa. No podemos salir. Un clérigo enturbanado nos pide nuestros datos. Sonrisa fría. Ojos de gato. La espera dura más de una hora. Ofrecen té.

De pronto, nos invitan a levantarnos . Entramos en una sala vecina. Las puertas se cierran. Nos volvemos a sentar contra las paredes. En la sala ya se encuentran varias personas que resultan ser intérpretes. Y con un tono ceremonioso, casi a modo de cántico, el imán, sentado en una especie de trono que cubre su túnica, flanquedado por dos clérigos, se dirige a nosotros en árabe. El imponente turbante negro fascina. Defiende la ciencia, el encuentro de civilizaciones y la arquitectura como la creación de espacios donde morar en paz. Nos invitan a contestarle. Como podemos.

El embrujo se rompe. Nos conducen a una tercera sala donde ya están ya dispuestas bandejas con abundante comida (pollo y arroz, y salsa dulcísima de frutas, y pan ácimo) sobre un mantel extendido en el suelo. Se come sentado en cuclillas.

Acabamos de darnos cuenta que hemos sido bendecidos. Y que podremos, al fin, entrar en el barrio y el santuario de Khadimiya, al día siguiente.

Khadimiya es una barrio situado a diez quilómetros del centro de Bagdad. Cerrado sobre sí mismo como un burgo medieval, fue una ciudad independiente, presidida por el santuario, alrededor del cual una red de callejuelas sin asfaltar, en las que la luz entra dificultosamente debido a que las galerías superiores de las casas, a ambos lados de las calles, semejantes a cajitas de música talladas en madera, tan inestables que parecen bailar, avanzan tanto, que casi se tocan, formando una extraña bóveda de madera cubista por la que se filtra una luz polvorienta entre la red de cables y la ropa tendida. El sol es ocre. El calor casi insoportable. El sol es una mancha acuarelada. Todas las mujeres van envueltas en un chador enlutado.

En el bazar, cubierto por un triste tejado a dos aguas de uralita oxidada, hay vendedores que son considerados sabios. Saben la historia inmemorial el barrio.

Son las siete de la tarde. La calle rebulle. La llamada a la oración, un cántico obsesivo, que produce trance, cubre Khadimiya. Los fieles caminan sin hacer ruido. Se hace el silencio. Un silencio que avivan los cánticos.

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