"¡Ah infeliz! Muchos son los infortunios que tu ánimo ha soportado. ¿Cómo osaste venir solo a las naves de los aqueos ante los ojos del hombre que te mató tantos y tan valientes hijos? De hierro tienes el corazón. Mas, toma asiento en esta silla; Y aunque los dos estemos aflijidos, dejemos reposar en el alma las penas, pues el triste llanto para nada aprovecha. Los dioses destinaron a los míseres mortales a vivir en la tristeza, y solo ellos están libres de preocupaciones. En los umbrales del palacio de Zeus hay dos toneles de dones que el dios reparte. En el uno están los males, y en el otro los bienes. Aquel a quien Zeus, que se complace en lanzar rayos, se los da mezclados, unas veces topa con la desdicha y otras con la buena ventura; pero el que tan sólo recibe penas, vive con afrenta, una gran hambre le persigue sobre la divina tierra y va de un lado para otro sin ser honrado ni por los dioses ni por los hombres" -le decía Aquiles a Príamo, el anciano rey de Troya, quien había acudido, de noche, a la tiende del asediante héroe griego, para suplicarle que le entregara el cadáver de su hijo Héctor, muerto en combate por Aquiles, y ultrajado durante días por el polvo.-
Éste los célebres versos con los que prácticamente concluye la Ilíada de Homero. Versos que revelan un nuevo rostro de Aquiles, hasta entonces implacable -rostro que los mismos dioses, sin los que nada acontece, han forjado: una faz humana que se compadece de Príamo, y se reconoce en él. Aquiles sabe que su fin está próximo, que pronto será como Héctor y Patroclo, y que las glorias humanas son sólo espurnas que los dioses prenden -antes de apagarlas.
Quizá unos de los finales más emotivos de la literatura universal.
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