48 Diciendo así, el divinal porquerizo guióle á la cabaña, introdújole en ella, é hízole sentar, después de esparcir por el suelo muchas ramas secas, las cuales cubrió con la piel de una cabra montés, grande, vellosa y tupida, que le servía de lecho. Holgóse Ulises del recibimiento que le hacía Eumeo, y le habló de esta suerte:
53 «¡Júpiter y los inmortales dioses te concedan, oh huésped, lo que más anheles; ya que con tal benevolencia me has acogido!»
55 Y tú le contestaste así, porquerizo Eumeo: «¡Oh forastero! No me es lícito despreciar al huésped que se presente, aunque sea más miserable que tú, pues todos los forasteros y pobres son de Júpiter.
(Homero: Odisea, XIV, 45-48)
Es así cómo Eumeo, un pobre y anciano esclavo sirio, un porquero, recibió a un mendigo (que resultaría ser su señor, Ulises disfrazado para no ser reconocido por los nobles que, durante una ausencia de diez años a causa de la guerra de Troya, habían invadido y saqueado sus dominios).
La ley de la hospitalidad, en la Grecia antigua, bajo el ojo avizor del dios Zeus el Hospitalario, exigía que se recibiera con los brazos abiertos, incluso cuando no se tenía casi nada, a todo aquel que, abandonado y sin bienes, llegara suplicando un refugio, una ayuda. Era una ley sagrada. Nadie la violó durante toda la antigüedad.
Dicha ayuda no tenía que ver con la caridad. Aunque esta palabra, en Grecia y en Roma, significaba gracia (charis griega), precio y aprecio (caritas romana), hoy tiende hacia la condescendencia. La hospitalidad, en Grecia, no era el fruto del amor del prójimo sino del estricto cumplimiento de la ley. No ser hospitalario implicaba violar la ley (divina) y, por tanto, una condena: el destierro que, en este caso, conllevaba la expulsión de la comunidad y la imposibilidad de ser recibido y acogido hospitalariamente por otra comunidad. Quien no acogía se convertía en lo que rechazaba. No ser hospitalario era ser injusto: athemistos, es decir carente de themis. Ésta era la ley que fundamenta y sustenta el mundo, ley divina, además. No atenderla era una impiedad.
Y como Hesiodo añadía, nadie está libre de un día de tener que solicitar ser acogido. La suerte de quienes se creen inmunes a la miseria depende de los dioses, que la conceden y la deniegan.
La ley de la hospitalidad, en la Grecia antigua, bajo el ojo avizor del dios Zeus el Hospitalario, exigía que se recibiera con los brazos abiertos, incluso cuando no se tenía casi nada, a todo aquel que, abandonado y sin bienes, llegara suplicando un refugio, una ayuda. Era una ley sagrada. Nadie la violó durante toda la antigüedad.
Dicha ayuda no tenía que ver con la caridad. Aunque esta palabra, en Grecia y en Roma, significaba gracia (charis griega), precio y aprecio (caritas romana), hoy tiende hacia la condescendencia. La hospitalidad, en Grecia, no era el fruto del amor del prójimo sino del estricto cumplimiento de la ley. No ser hospitalario implicaba violar la ley (divina) y, por tanto, una condena: el destierro que, en este caso, conllevaba la expulsión de la comunidad y la imposibilidad de ser recibido y acogido hospitalariamente por otra comunidad. Quien no acogía se convertía en lo que rechazaba. No ser hospitalario era ser injusto: athemistos, es decir carente de themis. Ésta era la ley que fundamenta y sustenta el mundo, ley divina, además. No atenderla era una impiedad.
Y como Hesiodo añadía, nadie está libre de un día de tener que solicitar ser acogido. La suerte de quienes se creen inmunes a la miseria depende de los dioses, que la conceden y la deniegan.
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