No es extraño utilizar la palabra corona para referirse a la familia real y, más concretamente, al rey o la reina. Esta expresión metonímica, que se refiere a un todo a través de una parte, es significativa: el monarca no porta una corona, sino que la corona designa al rey. En verdad, le concede el título. Un rey lo es porque porta una corona. La realeza, por tanto, se expresa a través de este objeto.
Siguiendo con las observaciones en este blog de una profesora (María), los reyes, en la antigüedad, tanto en Micenas como en el Próximo Oriente Antiguo, lo eran porque portaban corona y cetro.Estos objetos lograban la transformación de un mortal en un ser casi sobrehumano, divino, en algunos casos.
Se trataba de objetos mágicos, dotados de un singular poder, que transformaban a quienes los poseían. Este poder, mágico, concedida la gloria, la inmortalidad incluso. No se trataba de un ente inanimado, poseído por un humano, sino un ser, que irradiaba, que poseía al mortal, y cuya presencia determinaba la suerte, la condición del poseedor.
Cabe preguntarse si ésta no es la función de los objetos (de arte). Amén de facilitar los encuentros, y de desactivar conflictos -no podemos encontrarnos con una persona, sobre todo desconocida, sin un intercambio de regalos, un acto casi ritualístico que pasa tanto por la entrega como por el lento descubrimiento, desvelamiento y mostración del regalo o de la ofrenda-, los objetos conceden un singular poder a las personas que se relacionan con éstos. Los reyes son mortales. Las coronas y los cetros perduran. Dan fe de la importancia de las palabras, los gestos, la presencia de los portadores. Son objetos que pasan de mano en mano, de padres a hijos. Permiten la continuidad de los linajes, y de las funciones. Los objetos no cambian; los portadores nacen, viven y desaparecen. Su recuerdo perdura a través de los objetos con los que se han relacionado.
No hacemos los objetos, sino que éstos nos hacen, nos realzan o nos hunden. Sin ellos no somos nada. Un rey desnudo es risible: nadie cree en él. A quien de verdad se honra es al objeto. Son objeto de nuestra veneración. No son propiamente humanos. De hecho, en la antigüedad, se creía que habían caído del cielo, eran dones de los dioses, fraguados por las mismas divinidades y cedidas, temporalmente a los mortales -a fin que éstos, en agradecimiento, rindan un culto eterno al cielo. Son los objetos los que nos mantienen en vida y dan sentido a nuestra vida, la orientan. Hasta los mismos difuntos resisten a desaparecer gracias a los objetos que los acompañan en el más allá, objetos que son lo único que perdura.
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