domingo, 21 de febrero de 2021

Un libro

Los libros y las maletas cumplen funciones semejantes, hasta están organizadas de forma parecida, pero actúan de modo opuesto. Las maletas se cierran, los libros se abren. Bajamos la parte superior de la maleta, ya llena, hasta que encaje con la bolsa inferior, y cerramos las hebillas, listos para a poco partir. Un libro también invita a un viaje; constituye el inicio de una aventura en el momento en que se abre la cubierta y se giran las primeras páginas. Por el contrario, cuando cerramos el libro por última vez, nos puede embargar una cierta sensación de tristeza y de nostalgia: el recorrido ha llegado a su fin.

Una maleta vacía es una imagen de abandono, o del fin: el viaje ha llegado a término, ya no podemos seguir; una maleta vacía se guarda lo antes posible; no queremos que permanezca ante nuestros ojos como la señal de lo que ya no podemos llevar a cabo. Un cuaderno de hojas blancas es una promesa de una historia por escribir que quizá nos transporte.   

La apertura es un movimiento cargado de simbolismo. Un libro se presenta, cuando lo leemos, como dos manos juntas, tendidas y abiertas: un gesto que denota confianza por un lado y entrega por otro. Somos unas manos tendidas, como un libro abierto nos ofrece, no solo lo que encierra, sino un billete para cruzar las fronteras entre dos realidades distintas, prosaica y poética, un permiso para dejar el lugar donde nos hallamos.

La mayoría de los libros son de un solo uso; muchos ni siquiera merecen ser usados. Apenas leídos -o abiertos- se cierran y se apilan. ¿Cuántos libros habremos vuelto a leer? La Ilíada y La Odisea, de Homero; Las traquinias, de Sófocles; Madame Bovary, y La Educación Sentimental de Flaubert; La cartuja de Parma, y El rojo y el negro, de Stendhal; A la búsqueda del tiempo perdido, de Proust... ¿Y por tercera vez? Proust vuelve a aparecer.... hasta por cuarta vez, este mismo escritor se nos presenta.

Éstos son autores de libros. Del mismo modo que distinguimos entre construcción y arquitectura, un libro no es (solo) una publicación. La mayoría de los volúmenes, a menudo de lomos quemados por la luz, cantos despellejados y páginas amarillentas y quebradizas, que se astillarían si las volviéramos a abrir -lo que nunca haremos-, que forman, como un ejército tieso, ordenado e inerte, en los estantes de nuestras bibliotecas, no son sino publicaciones: textos impresos y compuestos de un solo uso, posiblemente prescindibles, desde luego olvidables; a veces, incluso, no querríamos reconocer que los hemos leído; aunque seguramente tampoco recordamos haberlo hecho. Una publicación se almacena, o se tira, pasado un tiempo, para dejar paso a otras publicaciones: letra muerta -no debe de ser casualidad que liber, en latín, antes que nombrar a un libro designaba la parte interior de la corteza de un árbol (que cortada en finas láminas permitía escribir sobre ellas) que, como escribía Virgilio en las Geórgicas (II, 77), daba lugar a brotes fecundos-; letra que no merece que se la recuerde; no deja ningún recuerdo, como si nada se hubiera escrito. Una publicación, como su nombre indica, hace público una noticia: pregona (a voz de grito), y casi nadie presta atención. Un libro, en cambio, es secreto; se guarda. Nos habla queda y personalmente, establece un diálogo. Un libro siempre dispuesto a abrirse. Y con cada nueva apertura, las mismas palabras nos resuenan de manera distinta, sorprendiéndonos, maravillándonos - ¿cómo es que no recordábamos esas frases y esos párrafos que, sin duda, no nos llamaron la atención la vez primera? -, o decepcionándonos. Un libro conjuga el placer de volver a leer las mismas historias y de alegrarse íntimamente de lo que sabemos, unas páginas más adelante, va a ocurrir, con la sensación de que lo que acontece no se produce exactamente del mismo modo, alternando la sorpresa y la esperanza, la anticipación y el descubrimiento. Un libro siempre es nuevo. Cuanto más gastada esté la cubierta, y con más facilidad se abra el libro, poniendo a veces en peligro la misteriosa unión de las hojas, que se giran sobre sí mismas sin soltarse, más vivo, más vital y necesario se muestra. 

La lectura exige una coreografía de gestos que se llevan a cabo lentamente, de manera casi ritual: nos alzamos, nos acercamos a un estante, nos ponemos quizá de puntillas; los dedos juntos, con sumo cuidado, traen hacía sí el lomo de un libro que ahora ya podemos coger con la mano; tras asegurarnos que se trata del libro buscado y hallado, nos damos la vuelta, damos unos pasos, nos sentamos, acercamos una lámpara y la encendemos -la lectura, seguramente por la luz que aporta o que emana de las hojas que, no es casual, son blancas, es una actividad nocturna y solitaria, aunque también necesitamos ocasionalmente leer en voz alta a una persona cercana alguna frase que nos acaba de placer o de inquietar, como si nos hubiéramos encontrado con un grial-, y abrimos el libro. En algunos casos, incluso -en libros antiguos que nadie ha leído-, insertamos un abrecartas en la parte vertical de las hojas para rasgarlas con cuidado y abrir los pliegues que se aureolan de virutas de papel como diminutos rayos: unos gestos que aun acrecientan la postergada importancia de lo que está a punto de acontecer, la apertura definitiva del libro. Si éste acaba de ser adquirido, el rascar el envoltorio, mirar la cubierta y la contraportada, abrirlo lenta (y nerviosamente), lisar un tanto las hojas, fijarse en minucias que postergar el inicio de la lectura, como se atrasa un inevitable y deseado placer, para que no se consuma antes de tiempo., constituyen unos gestos preparatorios, conocidos, ensayados, pero requeridos, que nos llevan, por fin, a abandonar la silla, la lámpara, la mesa y los estantes -así como las publicaciones- que nos rodean, que nos alzan. Un libro aletea y nos lleva con sus hojas extendidas. Un libro es una puerta (una ventana, y un árbol, también poseen hojas), y ambos entes, puerta y libro, se mueven del mismo modo: se abren una vez, y se cierran para siempre -hasta que regresamos, ya dispuestos para volver a apoyar la mano en el lomo o en un pomo.  ¿Hasta cuándo?


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