PREFACIO
«Le nom de Parme, une des villes où je désirais le plus aller, depuis que j’avais lu La Chartreuse, m’apparaissant compact, lisse, mauve et doux, si on me parlait d’une maison quelconque de Parme dans laquelle je serais reçu, on me causait le plaisir de penser que j’habiterais une demeure lisse, compacte, mauve et douce, qui n’avait le rapport avec les demeures d’aucune ville d’Italie, puisque je l’imaginais seulement à l’aide de cette syllabe lourde de nom de Parme, où ne circule aucun air, et tout ce que je lui avais fait absorber de douceur stendhalienne et du reflet des violettes»
(Marcel Proust : À la recherche du temps perdu)
Existe un juego infantil popular –que los adultos también practicamos- que consiste en que un cada jugador, uno tras otro, se sitúa en el centro del corro de participantes y empieza, como en un película muda o como un mimo, a gesticular de manera sorprendente. Trata de evocar lo que una palabra es –un título, un nombre propio o común- que debe de ser adivinada, a través de la actuación, por el resto de los jugadores. Este juego tiene la virtud de tejer o reformar relaciones entre personas que no se conocen siempre.
La mirada atenta es un libro que opera de manera inversa.
Del mismo modo que para Proust, el poder de los nombres reside en su capacidad
por desplegar monumentos, ciudades, paisajes y escenas no siempre vividos o
visitados –mucho más vivos y atractivos que sus referentes reales-, este libro
ordena, como en un diccionario, una serie de palabras de las que ofrece, no
tanto una definición, sino un paisaje, un abanico de sensaciones y de
situaciones evocadas por esta palabra, tanto recordadas como imaginadas, y que
cobran existencia gracias al poder de la palabra. Los textos encabezados por
las palabras son la trascripción, y la exploración, de lo que éstas evocan o
suscitan. No son propiamente definiciones de diccionario, como pudiere parecer,
sino la descripción de un campo emanado, como un perfume de una flor, de una
palabra.
Las palabras, como un conjuro, recuerdan o invocan el obrar,
el contemplar y la obra, artística o arquitectónica, creada y admirada. Los
textos siguen el discurrir de lo que brota de una palabra, captan y fijan lo
que las palabras son capaces de suscitar: recuerdos de vivencias casi siempre
olvidadas, ni siquiera claramente vividas o percibidas en su momento. Una
palabra es una puerta que, si se logra abrir, nos descubre, quizá lo que
conocíamos sin saberlo.
Dos ideas, dos
creencias o dos postulados sustentan esas imágenes. Por un lado la concepción
de la obra de arte como un organismo vivo que nos interpela: nos llama la
atención, entra en contacto con nosotros, y nos abre o nos sus puertas para
mostrarnos lo que tiene a bien contarnos. Así, el juicio estético, el esfuerzo
por pensar o teorizar sobre lo que aparece sensiblemente ante nosotros, por
medio de imágenes visuales o sonoras, quietas o en movimiento, es el resultado
de un encuentro. Vamos hacia la obra interpelados por ésta. Acudimos a su
llamada, quizá fascinados, hipnotizados incluso, en un primer momento, para, de
inmediato, tratar de comprender lo que ocurre y lo que nos ocurre. La obra
dialoga con nosotros. Lleva la voz cantante y nos dice lo que quiere, verdades
o mentiras que asumimos como verdades, porque las obras no nos engañan aunque
sean un engaño. Son un engaño a través del cual se cuenta una verdad.
Esas imágenes poéticas, plásticas, táctiles, sonoras,
visuales puedan abrir lugares en los que nos proyectamos y en los que nos
veríamos viviendo a gusto; espacios ante los que soñamos poder estar. La
arquitecta es precisamente la capacidad de las imágenes de suscitar el
bienestar. La arquitectura es como la belleza que definiera Emmanuel Kant: una
cualidad subjetiva, un nombre que damos a aquellas imágenes que alientan sensaciones
vitales, y en las que nos gustaría cobijarnos, sintiéndonos acogidos y
protegidos. La arquitectura no necesita paredes; no las levanta; por el
contrario, derriba las barreras que se interponen entre nosotros y los lugares
de ensueño, siempre personales, que nos invitan a recorrer y morar.
Las palabras de este falso o aparente diccionario serían
llaves que abren y exploran campos conocidos o no. Algunas solo tienen un
escenario acotado detrás de ella; posiblemente existan partes desconocidas o
inimaginables por y para el autor. Otras, por el contrario son la puerta a
espacios múltiples, con diversos pisos y pliegues, que la palabra, como una
antorcha ilumina a medida que se avanza, sin que se sepa a fe cierto si se
alcanzan los límites del campo semántico. Sin duda, otros exploradores, más
avezados sabrán encontrar, como en una exploración espeleológica, nuevas
galerías. El poder imaginativo de las palabras no se limita a lo que somos
capaces de percibir.
Las palabras no son enunciados aislados; las palabras se
comunican, se apelan y se responden. Los mundos que delimitan se cabalgan.
Podemos saltar de un escenario a otro, porque el telón que descorre una palabra
limita con el que se abre al descorrer un segundo. Casa da paso a Comunidad,
que abre la Puerta a la Hospitalidad. Los sentidos fluyen de un término a otro. Se
establecen correspondencias. Una palabra matiza, completa o precisa que otra
enuncia y anuncia. Pero el espacio que un diccionario recorre tiene tantas
entradas y dibuja tantos recorridos como se quiera. Se trata del único texto
que se hace y se deshace, en el que se accede y se abandona cómo, cuándo y
dónde uno quiere. No tiene principio ni final, Las palabras son mojones que
acotan espacios que van encajando como las teselas de un mosaico hasta dibujar
una imagen de lo que es o podría ser el arte y la arquitectura y la mirada de
rechazo o complicidad que se establece entre
la obra y nosotros.
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