Hoy, domingo de Pentecostés, literalmente el Quincuagésimo (día de la Pascua Cristiana): el día que cierra el periodo la muerte y Resurrección del Hijo de Dios y que, de algún modo, significa su nueva venida para unos elegidos: para quienes tienen que proclamar la buena nueva (el evangelio), los apóstoles -apóstol, en griego, significa mediador, voceador.
La buena nueva que la Pentecostés anuncia y celebra es la posibilidad de la comunicación absoluta.
La venida del Espíritu (Santo), otorgado a los apóstoles bajo la forma de una llama -la llama de la palabra encendida, el fuego de las proclamas, la luz que permite ver y nombrar, la lumbre que suelta las lenguas-, súbitamente les inspiró y les otorgó el don de la palabra y de la escucha: supieron atender y alentar, servir y animar. Hicieron de mediadores, transmitiendo plegarias y promesas. El Espíritu era la facilidad de la palabra, el Verbo comunicativo, al alcance de todos. Les permitió ser comprendidos por todos, y atraer a todos, incluso a quienes hacían oídos sordos. La palabra fluía de manera comprensible y encantadora.
La capacidad de atender y de convencer se basaba en la posibilidad de comprender a todos, de entender todas las lenguas. La barrera del idioma saltó por los aires. Aunque se hablarán múltiples lenguas, éstas ya no fueron un impedimento para crear comunidades (iglesias).
La bondad del don de la palabra, entendido como una liberación o superación, se oponía a la maldición divina que cayó cuando la construcción de la Torre de Babel. Ésta de alzó como una escalera al cielo que hubiera permitido a los mortales alcanzar a los inmortales poniendo coto al abismo entre éstos. Ante esta amenaza, el castigo divino fue ejemplar y duradero: disolver equipos y comunidades que ya no pudieran aunar esfuerzos porque ya no se entendieron. Las multitud de lenguas equivalía a la imposibilidad del habla, al silencio, el retraimiento, el rechazo del otro al que ya no se quiere, no se puede escuchar. Las comunidades, que compartían valores, que pensaban igual porque hablaban un mismo idioma, se disgregaron.
El Pentecostés puso remedio y fin a esta maldición. Las ciudades pudieron reorganizarse, los mortales see todo oídos a sus semejantes. De nuevo se pudo compartir y colaborar, volver a tejer relaciones, a intercambiar impresiones, a revelar secretos y conocimientos. Se ponían las bases de la nueva era del espíritu.
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