Los juicios o prejuicios estéticos sobre canciones y cantantes en un reciente festival musical español revelan cómo valoramos la creación, qué criterios o presupuestos determinan la valoración de la obra y del intérprete.
Independientemente de la calidad de las composiciones, se han destacado a unos cantantes por ser los autores de las canciones que interpretaban, en detrimento de otros que cantaban obras ajenas. Es así como la interpretación se confunde con la creación o, mejor dicho, que la interpretación es considerada una creación solo si aquélla se basa en una composición del mismo intérprete, lo que significa que la interpretación no es considerada un acto creativo, sino meramente reproductivo. La creación reposa en la composición y no en la interpretación o comunicación de la obra. La interpretación nada aportaría a la creación. La obra no llegaría a ser, no existiría con la interpretación, sino que todo lo que “es” reside en el papel. La partitura hace las veces de la creación, es la creación. De algún modo, la obra no necesita de la interpretación para “ser” o existir. Todo lo que la define y constituye se halla en el pentagrama -o en las notas y pistas grabadas por el compositor. Éste es el artista o creador, mientras que el intérprete es un mero transmisor, que nada aporta a la “existencia” de la obra.
Este criterio, propio del Romanticismo, que pone el acento en la escritura en detrimento de la lectura, de la escritura como un acto creativo ante el que la palabra oral empalidece, y considera que sólo la creación o gestación personal puede ser considerada una verdadera obra de arte, deja de lado la aportación del intérprete que pone voz a una composición ajena. Es así como los actores y los músicos que interpretan obras que no han compuesto no pueden ser considerados artistas. María Callas o Rubinstein no habrían sido verdaderos artistas.
Si, por el contrario, se acepta que la interpretación es una verdadera creación, y que la obra solo existe cuando cobra cuerpo, voz, vida en un escenario, queda la duda de si la obra en el papel -un texto teatral, una partitura- en una obra en ciernes que no ha llegado a “ser” plenamente, lo que implica que el compositor o el escritor, no es un creador a parte entera (un punto de vista opuesto al anterior), significa que la obra de arte tiene varias vidas, una en el papel y otra en el escenario, sin que ninguna domine sobre la otra, o implica que no existe diferencia alguna entre composición e interpretación -por parte del actor o del músico, del lector o del oyente, del crítico o del receptor en general-, y que la obra existe, multiforme, viva, siempre distinta y siempre la misma, en todos los casos, cuando se compone y cuando se toca o se interpreta. El actor o el cantante dan vida a una obra que está dispuesta a vivir, una vida que se hace efectiva, que se materializa, con las luces y las sombras de la puesta en escena, dejando de lado cuál es la existencia más plena, si en el papel o en la escena: en ambos espacios la obra vive, una vida que se expresa de modo distinto, ni más ni menos plena, como somos distintos y sin embargo los mismos, predecibles y sorprendentes, a cada hora, día y etapa de nuestra vida, somos todas nuestras vidas, como la obra es, en verdad, la suma de todas las interpretaciones que descubren aspectos desconocidos de la personalidad de la obra que ni siquiera el compositor había imaginado, aunque sí había creado una obra que pudiera vivir, en un acto generoso, desprendido y verdaderamente creativo, sin él, una vida libre, cambiante, compleja y contradictoria, reconocible o no, como son las vidas.
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