La colección permanente del Reina Sofía ya no se presenta cronológicamente y por estilos artísticos, sino por temas principalmente políticos y sociales, partiendo del presupuesto que el arte es un registro o un activador de lo que acontece en su entorno.
Esta nueva presentación ha permitido rescatar obras y artistas fascinantes o curiosos, y poner el acento en algunos aspectos de la historia del arte, en este caso, como el papel de determinadas revistas.
Ángeles Santos: autorretrato, 1926
Delhy Tejero: Mis brujas, 1930
Sin embargo, la historia del arte moderno que cuenta no siempre casa con la colección. Necesitada de ilustraciones, se recurren a copias, facsímiles, impresiones modernas y hasta una réplica de una obra, como si se tratara de una fábrica de duplicados. El interés de la exposición decae, pues la experiencia se aproxima a la de la lectura de un libro ilustrado en condiciones deficientes.
No todas las “ilustraciones” son meros duplicados y copias. También se recurren a obras de arte. Pero éstas se reducen a ilustrar tesis. Sin dependientes de ésta. Lejos de generar interpretaciones, validan lecturas que no las necesitan para ser tenidas en cuenta.
Las obras de un mismo artista tejen relaciones entre sí. Se relacionan, responden o se oponen entre sí. También crean ligámenes con obras de otros artistas. Se integran en árboles de familia. A menudo las obras son interpretaciones de otras obras; las obras se inspiran o se niegan, pero suelen tenerse en cuenta, retarse; se admiran, se crecen ante obras o se sienten empequeñecidas. Las grandes familias de obras alimentan éstas -o las rechazan, obligando a existencias calladas.
Todo este tejido se pierde en la nueva presentación. Las obras de un mismo artista aparecen aquí y acullá en función de las necesidades ilustrativas del guión, un guión aplacado sobre las obras forzándolas a de ir cosas que posiblemente no tenían en mente contar, que nunca hubieran pensado ser forzadas a cobrar.
¿Un ejemplo?
Un óleo de Iturrino es una casi demasiada reverencia de la influencia de Matisse, lo que revela el impacto de este artista. Éstas sorprendentes conexiones entre estos dos artistas, que merecerían ser exploradas, se pierden en favor de una historia de la españa negra de la generación del 98, que ilustra la pintura de Iturrino.
La mezcla de cine, pintura, carteles, libros, impresos, puede ser atractiva, esclarecedora, salvo cuando el sonido de la filmación, que se repite a todas horas, obliga a pasar de largo ante pinturas que requerirían silencio para ser apreciadas.
El guión, en suma, trata las obras como comparsas de un guión que avanza y retrocede, y al que la ubicación en las distintas plantas del museo obligando a un circuito laberíntico no ayuda, sin que se desprenda ninguna idea clara sobre lo que se ve y porque se muestra, en una historia fragmentaria de la que el arte queda a menudo excluido , y que bien podría explicarse sin él, ya que la relación entre las obras y el discurso es u obscura o contraproducente ( para el disfrute y comprensión de la tela de araña que las obras crean entre sí, y que ha quedado desarbolada en una presentación incomprensible, innecesaria y muy confusa -pese ( o debido a) la impresionante documentación realizada-, aunque exquisitamente presentada .
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