lunes, 2 de mayo de 2022

ARTE (Y OCURRENCIA)






La reciente denuncia de Daniel Druet, un escultor de figuras de cera para el Museo Tussaud, del artista italiano, célebre en una parte del mundo del arte contemporáneo internacional, Maurizio Cattelan, acerca de la autoría de las esculturas figurativas y realistas que Cattelan encarga pero no realiza manualmente, ha devuelto a la palestra un debate casi tan antiguo como el origen del arte acerca de la responsabilidad del autor y del reconocimiento de éste. 

La palabra arte deriva del latín ars, la cual, a su vez, es la traducción del griego poiesis, emparentado con el verbo griego poieoo, que significa hacer u obrar. Una "poesía" es un hecho, una obra. La "obra de arte" se caracterizaba, antiguamente, no tanto por su contenido, sino por la manera de plasmarlo, por la habilidad y el talento en encontrar la forma adecuada, y en saber realizarla, para comunicar un determinado contenido. La poiesis, en principio, no conllevaba calificativo alguno, aunque se suponía que una obra estaba "bien" hecha, es decir "correctamente" terminada, sin presentar errores ni fallos visibles. La perfección se daba por "hecha", porque el artista debía estar en la plenitud de sus facultades y debía conocer el "oficio". También debía saber cómo proceder.

Es cierto que una obra no se caracterizaba siempre por la manera cómo había sido compuesta. Existían obras, sobre todo poéticas y musicales, fruto de la inspiración, es decir de un rapto o un momento de inspiración, que daba lugar a una obra inesperada y sin parangón posible. Pero en la antigüedad, una obra de arte debía ser una muestra de "buen hacer", y las obras "iluminadas" pertenecían más bien al mundo de lo sagrado -la profecía, el arte sacro-, ya que el responsable ya no era el artista sino la divinidad que lo poseía, le comunicaba lo que debía hacer, o contar, y le guiaba la mano. Los criterios para evaluar un himno no eran los mismos que los que se aplicaban para juzgar una poesía. La diferencia entre el arte sacro y el arte profano, que era propiamente el arte, se acrecentó con el cristianismo. 

La importancia de la habilidad manual se acrecentó en la Edad Media hasta los albores de la modernidad, ya que un artista (desde un escultor hasta un ceramista) no podía trabajar libremente, sino que debía formarse en un taller, en cuyo escalafón iba ascendiendo hasta que, tras superar una dura prueba juzgada por diversos maestros de taller, podía fundar su propio taller y atender los primeros encargos personales.

El autor de la obra era, en verdad, el taller. El maestro del taller era quien firmaba, pero no quien ejecutaba necesariamente la obra, al menos en su totalidad. Diversos especialistas en la representación de figuras, animales, flores, paisajes, arquitecturas, etc. colaboraban en la ejecución de la obra, una verdadera creación colectiva, que firmaba el maestro del taller reconociéndola como suya, pero reconociendo también la contribución de sus ayudantes. Leonardo fue un ayudante de Verrochio, Rafael de Perugino, Julio Romano de Rafael, Tiziano de los Bellini y luego Giorgione, Palma el Joven de Tiziano, Van Dyck de Rubens, etc. Eso significa que los maestros de taller firmaban aquellas obras, fruto de sus ayudantes, que consideraban dignas de su talento, que respondían a la visión personal y al saber hacer del maestro de taller, sin que se produjera ningún conflicto. En cuanto el maestro de taller reconocía que el ayudante ya rivalizaba con él, le invitaba a intentar montar su propio taller. La competencia se daba entre talleres, no entre artistas.

Esta diferencia empezó a desdibujarse con la invención de las academias, en los inicios escuelas formativas, pero pronto centros de debate en los que las discusiones se centraban tanto en lo contenidos cuanto en las formas. Eso no era óbice para que los talleres siguieran florecientes. Sin su taller, Rubens no hubiera podido ejecutar el sinfín de encargos que recibió, al igual que Bernini quien se centraba en la realización de bocetos de arcilla de las grandes esculturas posteriormente talladas en mármol por los miembros más hábiles de su taller. Cuanto mejor tallaran, más pronto los ayudantes podrían aspirar a tener un taller propio. El taller era el mecanismo gracias al cual un artista se formaba y prosperaba.

Pero las talleres quebraron con el final del Antiguo Régimen en la Europa Occidental (Francia, sobre todo), y la pérdida de encargos reales y pronto religiosos. El artista tuvo que arreglárselas por su cuenta, solo, gracias a la promoción que las exposiciones públicas colectivas, los llamados Salones, proporcionaron en los siglos XVIII y XIX. En estas muestras, con centenares de obras cubriendo las paredes, el tamaño de las obras, las composiciones extravagantes y la prodigiosa habilidad técnica actuaron de reclamo para llamar la atención. El artista devino un virtuoso, capaz de las composiciones más complicadas, retuertas y descomunales. 

La reacción no se haría esperar, ya desde la segunda mitad del siglo XIX. El artista capaz de despuntar sería el más ingenioso u ocurrente, no el más habilidoso. La pericia, el saber hacer, el "arte", en suma, decayeron como criterios artísticos en favor de contenidos o, mejor, de ideas, las cuales no necesariamente tenían que ser plasmadas, sino enunciadas tan solo. Un mediocre pintor impresionista, y luego peor cubista, como Duchamp, supo ver las ventajas prodigiosas de la ocurrencia en detrimento de la manualidad. La mano ya no fue la causa del arte. Las obras serían ideas emitidas, comunicadas verbalmente, por escrito o plásticamente, aunque su materialización no sería un criterio para evaluar la importancia de una obra. 

De hecho, se enunció que cualquiera podía ser artista, independientemente de su formación, aunque un buen conocimiento de la historia del arte podía servir para hallar obras con las que dialogar, a las que refutar, criticar o imitar, para dar qué pensar a teóricos, críticos e historiadores, a la búsqueda de significados, de referencias esotéricas -con las que Duchamp jugó tanto para distraer a sus intérpretes. Dado que cualquiera podía ser artista y que cualquier cosa podía ser arte, solo el criterio de determinados especialistas podida determinar qué obras formarían parte de la historia y merecerían ser recordadas, estudiadas y contempladas -si hubiera algo material que percibir, ya que los gestos también podían llegar a ser considerados como obras.

La pérdida de importancia de la materialidad de la obra, y la importancia de la idea o la ocurrencia, lleva a que Daniel Duet no pueda ser considerado autor de la obra firmada por Cattelan -y quizá sea mejor para él no serlo-, del mismo modo que los fabricantes de la cera y de los útiles utilizados tampoco son partícipes de la noción de autoría. Cattelan ha sabido escoger a quien daría forma obedientemente a sus indicaciones, sabiendo que el arte entendido como un trabajo manual nunca gozará del crédito de las propuestas, indicaciones, anotaciones, sugerencias y  proclamas que constituyen hoy lo que una obra de arte es: una obra que no ha sido obrada sino tan solo enunciada, soplada: es decir una creación curiosamente cercana a los himnos religiosos de la antigüedad, con o sin la profundidad, el interés o la fascinación de éstos. Un juego, cómico, irónico, tan entretenido, cuanto olvidable. 

 

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