domingo, 8 de mayo de 2022

La fealdad (en arquitectura)


Durante la generosa presentación del grueso libro, de reciente publicación por la editorial Debate, del periodista Andrés Rubio, España fea. El caos urbano, el mayor fracaso de la democracia, en la tienda Cosentino de Barcelona, ayer por la noche -un acto que forma parte del programa de Model. La Semana de Arquitectura de Barcelona-, los miembros de la mesa redonda -los brillantes ponentes Itziar González, María Rubert y Luis Feduchi, guiados con maestría y agudeza por Aurelio Santos-, discutieron sobre lo qué es la fealdad, particularmente en arquitectura -un arte en la que la venustas o belleza es uno de los tres pilares sobre los que se sustenta la creación que merece el nombre o calificativo de arquitectura- sobre todo tal como la define el autor del libro sobre la destrucción del territorio español, parcelado en reinos de taifas que compiten por quien obra más y más grande, casi siempre innecesariamente, toda vez que los permisos de obras, pagados a precio de oro, nutren las arcas municipales y de algunos políticos.

Acerca de la belleza (y de la fealdad, supuesta antagonista suya), el mito no deja resquicios a la esperanza, para alegría a la estética romántica: la diosa de la belleza, Venus, solo pudo nacer e imponerse tras un acto perverso: la castración de su madre, y la presencia de sus hermanas, las horrísonas Arpías. El horror era un peaje que se tenía que pagar, incluso con la vida, antes de alcanzar las puertas de la belleza, sin la seguridad de que éstas se abrieran ni que, una vez ante aquella, su fulgor no deslumbrara y causara ceguera.

El mismo Sócrates lo advertía: una cara hermosa, como la de su discípulo y amante Alcíbiades, podía esconder pensamientos perversos y actitudes cobardes o interesadas. Alcíbiades se revelaría como un chaquetero capaz de vender a su ciudad Atenas por un plato de lentejas y salvar su pellejo -condenado por sus fechorías. Por el contrario, la cara anciana y el grueso cuerpo de sátiro de Sócrates, el paradigma de la fealdad física, no le impidieron alcanzar el Olimpo tras su muerte, desde dónde aún ilumina el mundo.

Mas, pese a estas advertencias, la fealdad física está asociada inextricablemente a la maldad de las acciones que le da nacimiento. Siendo la maldad el calificativo que recibe una acción que llevamos a cabo conscientemente y que tiene consecuencias sobre la vida de los demás, unas consecuencias de las que no querríamos ser víctimas si otra persona realizara la misma acción que hemos emprendido. La maldad sería el calificativo de lo que hacemos pero que querríamos que otros hicieran, si sus acciones pudieran afectarnos, como afectan a nuestro entorno lo que emprendemos. O, dicho de otro modo, la belleza sería el calificativo que merece un objeto -una representación o una interpretación-, fruto de una acción bienintencionada, esto es, que busca mejorar, beneficiar lo favorecer la vida de los demás, nos lo hayan pedido o no, un gesto o un acto que no nos importaría que se llevara a cabo en favor nuestro. Mas, de buenas intenciones posiblemente esté el infierno empedrado.

La fealdad, en arquitectura, sería la cualidad -o el veredicto del juicio emitido a la vista de un edificio o un conjunto de construcciones- de una obra que no acoge ni protege la vida; una obra que no ha sido proyectada ni construida para que la vida prenda, una obra vacía, muerta en la que la vida que pueda acogerse desfallece. La corta novela de misterio La mudanza, de Georges Simenon bien lo revela. Cuenta el desplazamiento de una pareja aun joven, con un hijo adolescente, que dejan el estrecho y oscuro piso que ocupaban en un barrio céntrico y sombrío de París, dando a una callejuela estrecha y ruidosa, con vistas a fachadas tan ennegrecidas y maculadas por regueros de aguas sucias como la desconchada fachada del propio piso, en el París de la postguerra, para instalarse en un piso nuevo y luminoso, en un barrio recién construido en la periferia de la capital, compuesto por bloques aislados, todos idénticos, dando a calles anchas y vacías, y rodeados por descampados que pronto serían amplios parques frondosos, que borden campos aún de cultivo, y las colinas que ondulan suavemente alrededor de París. Lejos quedan la escalera angosta, inestable y gris, el ruido de los vecinos, el griterío, los olores agrios a comida, las perennes aguas grises por la calle, el constante roce con la muchedumbre, de dudosa higiene, en favor de la pulcritud, el silencio, la luz y la soledad. El cambio debería conllevar una mejora en la vida y en las relaciones, la tranquilidad de espíritu, una autoestima crecida por la sensación de haber subido en el escalafón social, la prueba visible de la capacidad y posibilidad de crecer y de integrarse en una sociedad nueva e impoluta, con una imagen sobria, adusta y seria distante de la turbia pobreza de la que parecía imposible escapar, dejando atrás unos años de estrecheces y mala ventilación. Cada mañana, al despertar, el protagonista trata de convencerse del acierto de la decisión del cambio de casa y de barrio. Ahora, deberían ser respetados y respetables, su imagen debería haber mejorado a los ojos de los demás, quizá suscitando una soterrada, aunque deseada envidia. Y, sin embargo, nada de eso ocurre. Todos los días son iguales. No se producen contactos con los vecinos, que se ignoran y se evitan. Calles anchas y rectas que no llevan a ningún sitio, y parques demasiado extensos, que causan inquietud al cruzar, como una árida sabana, por la que se tiene que pasar, en la es imposible esconderse, aunque el peligro sí pueda agazaparse, deslucen y apagan la vida, como si un fino velo gris, del que es imposible desprenderse lentamente cubriera a los nuevos vecinos. El barrio fue levantado fuera de la miseria, la promiscuidad, la humedad y la falta de luz del centro de París, que a duras penas se reponía de la Ocupación, como un espacio que debiera ser acogedor, y acogido con los brazos abiertos. Mas, la vida, pese a las buenas intenciones de los artífices, no prende. Y la nostalgia por el barrio en el que se nació crece a medida que los malos recuerdos, compuestos de acritud, aspereza y mugre, se difuminan. La desesperanza se instala, acrecentada por la sensación de haber optado por una decisión equivocada e irremediable. No se podrá volver al pasado. Y la vida, que debería haberse librado del pegajoso contacto con la miseria física y moral, se irá desmoronando.

Nadie se resigna a una vida gris. Pero la verdadera fealdad, lo que duele y encoge el ánimo, lo que ahoga es la tristeza, la sensación de haber errado el rumbo y de no poder corregirlo ya, el lento deslizar por la desesperanza. La tristeza apaga la vida porque, contrariamente a la fealdad física, no se puede combatir. La tristeza no está fuera, sobre la que podríamos incidir, siquiera ocultándola, sino en nosotros. La tristeza es la que conduce sigilosa e inevitablemente al final de La mudanza. Le pone fin.


A Aurelio, David, Gemma, Helena, María, Marta, Mònica, Oriol

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