martes, 10 de mayo de 2022

Una villa en Marbella







 

La carretera entre el aeropuerto de Málaga y las mansiones situadas en las estribaciones montañosas de Marbella zigzagueaba, en relativo buen estado, entre dos murallas desconchadas de hormigón Macu lado de blanco sucio: un continuo de edificios vacíos y cerrados, con las persianas bajadas -la temporada veraniega ya había concluido y el amontonamiento  de apartamentos dormitaba-, viejos y arrugados ya pese a ser relativamente nuevos, construcciones mediocres y gastadas, que parecían abandonadas, levantadas en los terrenos más inverosímiles, componiendo o descomponiendo un triste tejido remendado urbano sin principio ni final durante decenas de deprimentes quilómetros. 

Me dirigía, en un haiga negro  con chofer, a la casa de un coleccionista y bibliófilo patentado para escoger unas obras ( unos álbumes de fotos del siglo diecinueve de gran valor) que debería llevar personalmente, haciendo de “correo”, a continuación, una exposición fotográfica en un centro de arte de Nueva York.

La mansión se hallaba fuera del núcleo urbano de Marbella, aislada en lo alto de las colinas, en medio del denso bosque, a la que se accedía por una empinada y estrecha carretera, sorteando varios controles, desde cuyas terrazas, a los pies del exclusivo Puerto Banús, se divisaba incluso el peñón de Gibraltar.  

A través de los árboles se distinguía a cierta distancia dos mansiones semejantes, también aisladas y bien defendidas. Una había pertenecido al conocido y multimillonario  traficante de armas Adnan Khasoggi, recientemente fallecido, al que la justicia nunca molestó, rey de la noche marbellí en los años ochenta. No lejos, se divisaba una segunda mansión, tan grande, lujosa y aislada como la anterior, al acecho tras los árboles, igualmente dotada de vigilancia armada. Estaba cerrada. Solía estar desocupada. Pero tenia un dueño. Pertenece o pertenecía, hace seis años, al menos, al presidente ruso. 



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