Fragmento de la fachada del palacio imperial de Séptimo Severo tal como se mostraba en el siglo XVI. Hoy no queda nada.
Los viajeros que llegaban a Roma por la Vía Apia, y que rodeaban los palacios imperiales del Palatino, cuyas fachadas caían abruptamente sobre el Circo Máximo como un vertiginosos acantilados, descubrían ya desde lejos, la desmesurada esquina del Septizodio, el palacio del emperador Séptimo Severo, formada por la fachada de un gigantesco edificio, planteada como un decorado teatral de siete plantas -o de tres plantas dedicadas a siete divinidades: un telón de fondo deslumbrante, que aún se mantenía en pie, sin graves lacunas, a mitad del siglo XVI.
Se trataba de la construcción romana más hermosa y significativa de la capital y quizá de todo el imperio Romano. Aquélla aguantó los incendios, las embestidas bárbaras, la caída del Imperio. Pero no resistió al supuesto culto clásico renacentista. El papa Sixto V ordenó el desmantelamiento del edificio y la reutilización de sillares y columnas en un gran número de obras en la Roma manierista, éste éstas la capilla papal en la basílica de Santa Maria Mayor. Quince años más tarde, y tras una serie de Papas fugaces, el Papa Pablo V mandó desmontar el templo de Minerva, que estaba intacto, que organizaba el foro imperial de Nerva, para construir la modestamente llamada fuente monumental de Acqua Paola (aún existente).
El gesto del papa no fue singular. Roma fue desmantelada no por los bárbaros sino por los poderes eclesiásticos, nobiliarios y militares de los siglos XVI y XVII, cuando la fascinación por la Roma imperial y la arquitectura greco-latino alcanzó su máximo nivel. Edificios enteros fueron desmontados para aprovecharse de sus restos, y los trazados urbanos desde las grandes basílicas no se detuvieron ante el tejido urbano Romano aún parcialmente en buen estado. La admiración por la arquitectura clásica y el deseo de emulación se llevaron por delante una gran parte de las ruinas -no tan arruinadas como hoy- de Roma. Hasta el mismo Coliseo, imponente, sufrió la rapiña moderna.
La Edad Media no quedó deslumbrada por la Roma imperial. Por eso, no hizo nada para preservarla ni, sobre todo, para aprovecharse de ella. Era un mundo ajeno, al que no se prestó atención. El gusto clásico renacentista y barroco, en cambio, fue mortal para los edificios y la planimetrías Romano-imperial.
Cuando estudiamos el Renacimiento quizá debería escribir un subtítulo: Remate (es decir: re-mate, asesinado reiterado).
Las ruinas Romanas, indemnes en el Medioevo fueron rematadas por quienes, cultos y sensibles, afirmaban alabarlas, como nunca hicieron los denostados bárbaros.
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