Llegó la hora. Inmisericorde. Desinfección. El pasado, barrido. Los trabajos, al cubo de los despojos.
Los estudiantes de arquitectura pasan seis años como mínimo produciendo maquetas para distintas asignaturas de la carrera: felices o desafortunadas, torpes o casi demasiado perfectas, faltando al gusto o zalameras, imprecisas o montadas al milímetro, de cartón o de materiales más duraderos -pero cuyo vida y cuyo destino acaba en un cubo. Horas, días de trabajos manuales, que no solo dan lugar a veces o a menudo a obras atractivas, sino a obras que traduzcan o visualicen ideas o contenidos, maneras de concebir y plasmar espacios.
Son centenares de maquetas, algunas de gran tamaño que se tienen que preservan durante un curso o dos, por si se fueran reclamaciones y peticiones de revisión de resultados académicos. Ocupan mesas, estanterías, sillas y taburetes. Conquistan poco a poco o de súbito el espacio de las salas y los despachos.
Y llega la hora de hacer tábula rasa. Las maquetas se echan al suelo. Se desparraman o montan piras. Se pisan, se pisotean descuidadamente, o no. Molestan. Sin testimonios a los que no se concede valor alguno. Tan solo alguna maqueta, algún año, como en las fallas de Valencia, es perdonada y guardada. Seguramente hasta nueva orden.
Años de trabajo condenados. Olvidados, o echados por la borda antes de que el polvo recubra las maquetas malheridas.
Y lo estudiantes devienen arquitectos.
Sus trabajos, a los sumideros.
Sin contemplaciones.
La educación tiene algo de producción en serie donde no cabe la clemencia y la añoranza.
Quizá esta frialdad -la ausencia de sentimientos, quizá cierto sentimentalismo- explica que algunas construcciones se alcen como lo hacen en la vida real. Sin miramientos por lo que las rodea. Pisoteando.
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