viernes, 25 de octubre de 2013

Antoni Gaudí (1852-1926) en el Jardín de las Hespérides(1883-1887)





¿Cómo podría el anhelante dios-padre Zeus, pese a su omnipotencia,  vencer la resistencia  de Alcmena, una simple y casta humana, siempre fiel a su esposo Anfitrión, príncipe de Tirinto?  En cuanto Anfitrión partió a la guerra, Zeus,  se metamorfoseado en  aquél, simuló un regreso precipitado, y se unió durante tres días y tres noches a Alcmena, embarazándola de Heracles.  Ésta volvió a quedar encinta cuando el “verdadero” Anfitrión regresó, superada la extrañeza de su esposa ante este segundo regreso y su lógica falta de pasión. De este modo, Heracles pudo contar con un padre humano. Alcmena tuvo así gemelos, uno hijo de un dios, y el otro enteramente humano.
La diosa Hera, sin embargo, no podía tolerar la presencia de Heracles, hijo ilegítimo de Zeus. Una noche, mandó a dos serpientes descomunales a la cuna de los pequeños. Pero mientras su hermano humano se puso a llorar, aterrado, el hijo de Zeus redujo a los monstruos con las manos. Su destino estaba sellado.


Cuanto de horrible crea la tierra enemiga, cuanto el ponto o el aire produce de terrible, de espantoso, de pernicioso, de atroz, de fierro, ha sido quebrantado y dominado. Hércules se sobrepone a las desgracias y se engrandece con ellas (…). Por donde el sol vuelva a traer el día y por donde se lo lleva (…) se da honra a su indómito valor y por todo el orbe va de boca en boca como un dios.
Monstruos me faltan (habla Hera, la madrastra de Hércules que lo persigue con el odio) y menos trabajo le supone a Hércules cumplir lo que le mando que a mí mandárselo: con alegría recibe mis órdenes (…). Armado viene con el león y con la hidra” (Séneca: Hércules furioso)

Según un oráculo divino, un descendiente del héroe Perseo –vencedor de la Medusa Gorgona-, reinaría en Micenas y Tirinto. Éste tenía que ser Heracles. Pero la diosa madre Hera abominaba al héroe, fruto de una nueva infidelidad de su esposo, el dios padre Zeus. Hera logró atrasar el alumbramiento de Heracles en favor de su primo, el débil Euristeo –quien, según una versión, fue amante de Heracles-. Heracles tuvo que ponerse a las órdenes de su primo durante doce años. Éste le mandó tareas imposibles –con las que Heracles tenía que expiar el asesinato de sus hijos en un rapto de locura, creyendo, en verdad, que mataba a los hijos de Eristeo: constituyen los conocidos doce trabajos de Heracles.
El primero consistió en enfrentarse a un león monstruoso, devorador de seres humanos, hermano de la esfinge. Dotado de una piel indestructible, aterrorizaba a la región de Nemea, cerca de Tirinto. Fue vencido por Heracles cuando éste, mediante un ardid, lo acorraló en una cueva y se enfrentó a manos limpias hasta desgarrarlo. La piel, con la que Heracles se revistió, se convertiría en una armadura invencible, así como en su emblema, junto con la maza de madera de olivo que talló para enfrentarse a la bestia.

Heracles era un semi-dios, hijo de una divinidad (Zeus), y de una mortal. Asumía, pues, una doble condición (humana y divina), lo que le convirtió en un modelo, caracterizado por virtudes y vicios. Fue un mortal inmortalizado tras las doce pruebas: ascendió a los cielos, gracias a su padre Zeus.
La presente estatuilla reproduce el célebre bronce del escultor helenístico Lisipo (s. IV aC), artista predilecto de Alejandro Magno –la exposición incluye una réplica romana de otra célebre escultura suya: Eros tensando el arc). Heracles aparece bajo su condición más humana, cansado tras los doce trabajos, apoyado, la cabeza gacha, sobre su mazo de la que cuelga la piel del León de Nemea.

Los héroes civilizadores y fundadores de ciudades, griegos y de otras culturas, solían tener una vida (desgraciada) similar. Venían al mundo precedidos por oráculos agoreros. No solían ser bienvenidos. Eran seres tan excepcionales que solían tener un hermano gemelo -signo de su carácter multiforme-, habían superado una prueba inicial, la llamada “exposición”  -la peor de las condenas, consistente en el abandono en un paraje salvaje como un bosque, a fin que murieran, porque su presencia podía causar desgracias o cambios radicales-, eran capaces de actos ante los que los humanos retrocedían horrorizados –tales como parricidios o infanticidios-, lo que se explicaba por su educación inhumana  a menudo gracias a animales), y tenían que expiar sus crímenes devolviendo la vida que habían robado bajo la forma de una  nueva ciudad en la que la vida pudiera reemprender a salvo. La fundación de la ciudad culminaba un largo proceso iniciático que debutaba con un viaje al santuario de Delfos a fin de lograr el perdón del dios Apolo, e implicaba un errático e incierto viaje por mar, y la lucha a muerte con toda clase de monstruos que ponían a prueba el valor del héroe.
Ésta fue precisamente la vida de Heracles. Fruto de una violación, perseguido por los celos de su madrastra (Hera), tuvo un hermano (mortal) gemelo, una condición doble (humana y divina, aunque, pese a su ocasional carácter violento, o a cause de éste, se puso siempre del lado de los hombres con los que se identificaba), sufrió la exposición cuando su madre humana, temiendo a Hera, lo abandonó en una pradera (de la que la diosa Atenea lo rescató), fue educado por el centauro Quirón (mitad humano, mitad animal), cometió crímenes, se enfrentó a monstruos, ascendió al encuentro de Apolo en Delfos quien le condenó a duras tareas para expiar sus crímenes que le llevaron a viajes sin fin por el Mediterráneo durante los cuales fundó un gran número de ciudades, desde Roma (según algunas leyendas) hasta Barcelona, cuanto atracó a los pies de Montjuich (según se contaba en la Edad Media). Heracles (Hércules en Roma, equiparado al dios fenicio Melqar ( que significa El Rey de la Ciudad), y uno de los modelos de la iconografía de Cristo) fue quien convirtió las costas y las islas mediterráneas en tierras habitables, sedes de ciudades consideradas como espacios en los que la vida pudo refugiarse y desarrollarse.  


Según un oráculo divino, un descendiente del héroe Perseo –vencedor de la Medusa Gorgona-, reinaría en Micenas y Tirinto. Éste iba a ser Heracles. Pero la diosa madre Hera abominaba al héroe, fruto de una infidelidad –una más- de su esposo, el dios padre Zeus. Logró atrasar el alumbramiento de Heracles en favor de su primo, el débil Euristeo –y, según una versión, amante suyo-. Heracles tuvo que ponerse a las órdenes de su primo durante doce años, quien le mandó tareas imposibles –con las que Heracles tenía, además, que expiar el asesinato de sus hijos en un rapto de locura, creyendo, en verdad, que mataba a los hijos de Eristeo: los conocidos doce trabajos de Heracles.
El primero, enfrentarse a un león monstruoso, devorador de seres humanos, hermano de la esfinge. Dotado de una piel indestructible, aterrorizaba a la región de Nemea, cerca de Tirinto. Fue vencido por Heracles cuando éste, mediante un ardid, lo acorraló en una cueva y se enfrentó a manos limpias hasta desgarrarlo. La piel, con la que Heracles se revistió, se convertiría en una armadura invencible, así como en su emblema, junto con la maza de madera que talló para enfrentarse a la bestia.


Heracles fue víctima de las disensiones matrimoniales entre los dioses supremos Zeus, su padre, y Hera, su madrastra, que se vengaba de su hijastro enloqueciéndolo a menudo, llevándole a cometer crímenes horrísonos (infanticidios, sobre todo), que tenía luego que expiar poniendo su vida en peligro. Las pruebas por las que pasó le convertirían en una figura casi crística: pruebas físicas que simbolizaron, a finales de la antigüedad, pruebas morales, con las que se ponía a prueba la entereza o la templanza anímica, y ganó un lugar en el cielo.
Heracles fue educado en el manejo del arco por el rey de Lidia Éurito, quien, a su vez, recibió el arma infalible del dios Apolo. El rey convocó un concurso entre arqueros  prometiendo la mano de su hija Ónfale al vencedor. Pero, los hijos de Éurito, temiendo que, en un habitual ataque de locura, Heracles, sin duda ganador del concurso, matara a hijos que tuviera con Ónfale, rechazaron el matrimonio, salvo Ífito, fascinado por el héroe. Pero fue precisamente éste la victima de la ciega locura del héroe. Tuvo entonces que convertirse en el esclavo de su esposa Ónfale, a fin de lograr el perdón por el involuntario crimen cometido. Mientras estuvo al servicio de Ónfale, no cesó de llevar a cabo nuevas tareas purificadoras del espacio habitado.

Grecia fue una tierra de monstruos. Equidna, mitad víbora, mitad humana, hija de la Tierra y el Infierno (Tártaro), fue quizá la más célebre, madre de casi todos las bestias infernales, como el Can Cerbero, la Quimera, el dragón que velaba el Vellocino de oro con el que Jasón se enfrentó, el León de Nemea, y la Hidra: con casi todos Heracles luchó, pese a que, cuenta una leyenda, fuera amante de la sibilina Equidna.
Un violento y draconiano Tifón, enfrentado a muerte con Zeus, fue el padre de la Hidra. Era una serpiente descomunal que poseía cien cabezas humanas que se reproducían cuando eran cortadas. Heracles tuvo que prender fuego a los bosques de alrededor para acorralar a la Hidra y cauterizar los cuellos sangrantes a fin de evitar el repuntar de las testas sesgadas. Mojó sus flechas, desde entonces mortíferas, en la sangre ponzoñosa de la Hidra.
Heracles mató al centauro Quirón con esas flechas, puesto que éste trató de raptar y violar a su esposa Deyanira. Años más tarde, Deyanira, perdido el amor de Heracles, y creyendo de buena fe que el Centauro le había entregado un filtro amoroso cuando en verdad le dio el veneno de la Hidra, tendió una bebida al distante Heracles en la que había disuelto unas  gotas de la pócima. Heracles fue presa del delirio; abrasándose, ciego de dolor, asesinó a sus hijos, antes de ascender a los cielos (gozando de la apoteosis), tras una terrible agonía, por intercesión de su padre Zeus.    

Hubo un tiempo en que Zeus amó a la diosa Hera, que era al mismo tiempo su hermana y su tercera esposa. El día del enlace, Gea, la tierra, regaló a Hera unas manzanas de oro. Eran tan deslumbrantes, que Hera las colgó en un árbol de su jardín en los confines del mundo, ya sea en África, ya sea en las antípodas, en el norteño País de los Hiperbóreos, allí donde moraba  el dios Atlas que sostenía el mundo sobre sus espaldas. Mas las hijas de Atlas solían asolar  el jardín de la diosa, por lo que Hera confió la guardia de las manzanas doradas a un dragón, parecido a la Hidra, dotado de cien cabezas inmortales. Las Hespérides, tres muchachas lucientes como estrellas, también velaban al atardecer.
Heracles emprendía una nueva prueba. El jardín de las Hespérides estaba situado acaso en África, acaso por las costa mediterránea occidental, por donde se pone el sol, cerca de las Columnas de Hércules (Gibraltar), donde el dios Atlas sostenía el mundo sobre sus espalda –y, por un momento, el mismo Heracles, mientras Atlas descansó-.  En camino, mataría al ladrón y criminal Cicno. 
Las ninfas de las aguas eran seres ancestrales que tenían un conocimiento casi absoluto de lo que la tierra atesoraba. Fue a éstas a quiénes Heracles inquirió por el buen camino. Las ninfas le respondieron que el único ser que le podría indicar dónde se hallaba el mítico jardín era Tritón, una divinidad marina de los principios de los tiempos, tan antigua que aún tenía un cuerpo serpentino o, más bien, que aun no tenía una forma definida, por lo que podía adoptar cualquier forma. Eso es lo que hizo cuando Heracles trató de reducirlo a fin de pedirle que le orientase. Cambiaba de forma constantemente, escurriéndose, hasta agotar todas las formas, entre los brazos de Heracles.
Las manzanas de oro eran el botín que Euristeo, sabedor que nadie podía volver con vida del encuentro con el dragón, encargó traer a su primo Heracles. La primera dificultad fue hallar el camino. Heracles recorrió el orbe en todas las direcciones, liberando incluso al encadenado Prometeo en el monte Cáucaso,  hasta saber dónde el Sol, que lo guió en su barca, se ponía cuando el cielo se teñía de oro.  Vencido -la leyenda no quiso contar cómo-, el dragón se convirtió en la constelación de la Serpiente.

Una vez llevadas las manzanas aúreas a Eristeo, éste, asustado quizá, las devolvió a Heracles quien las entregó a Atenea. La diosa volvió a colgarlas en el perdido Jardín de las Hespérides al que, desde entonces, los humanos tratan, en vano, de llegar. 

El temible toro de Creta, que escupía fuego por el hocico, con el que Heracles se enfrentó en uno de sus doce trabajos, era, se contaba, el mismo en el que Zeus se metamorfoseó para raptar a la princesa fenicia Europa (o era el toro con el que Zeus se llevó a la joven hasta unirse a ella en Creta, dando nacimiento a Minos, el mítico rey). Otros, por el contrario,  sostenían que se trataba del toro con el que la reina cretense Parsifae, esposa de Minos, dio cumplida satisfacciones a sus deseos bestiales suscitados por el dios Poseidón para avergonzar y deshonrar al rey Minos, puesto que éste se había negado a sacrificar el toro más hermoso de su rebaño al dios, pese a que la isla de Creta estaba bajo la protección de Poseidón. Una vez derrotado, Heracles,  subido a lomos del toro, lo trajo a Grecia por mar.

El mito de Heracles en el Jardín de las Hespérides es un relato fundacional. cuenta cómo el héroe griego -o Mediterráneo- recorrió las costas de este a oeste, hasta donde el sol se hunde cada noche, desvelándolas y civilizándolas.

El poeta catalán Jacint Verdaguer recreó la leyenda en su largo poema épico la Atlántida, a finales del siglo XIX Se trataba de un encargo del conde Güell, mecenas del arquitecto Antoni Gaudí. Verdaguer dedicó la obra al suegro del conde de Güell, Antonio López, infausto naviero que hizo fortuna con el tráfico de esclavos. El poema fue concluido en una finca del conde Güell.

"Lo cimeral del arbre per abastar, s' hi atança,
quan llest descaragòlas lleig drach d' ulls flamejants,
y en roda la gran cua brandant com una llança,
tantost ab gorja y urpes li copça abdues mans.

Ell, sortejantlo, aixafa d' un colp de peu sa testa,
y 'l monstre deixa caure ses ales y son vol;
sanchnós verí espurneja les flors, y sa feresta
mirada va apagantse com llum d' un sech gresol.

Morint, al tronch del arbre se nua y caragola,
á cada revifalla fentlo cruixir d' arrel;
quant veuhen les Hespèrides que fil á fil s'escola,
llur crit de verge s' alça planyívol fins al cel" (Jacint Verdaguer: L´Atlántida, canto II)

El conde Güell encargó a Gaudí construir pabellones de entrada a su finca, la finca anteriormente citada -gran parte de la cual fue posteriormente ofrecida para que se construyera un palacio real, con motivo de una visita de Alfonso XIII, del que Barcelona carecía-. Gaudí proyectó una entrada monumental delimitada por dos pabellones. Una verja de hierro la cerraría. Sobre ésta, se desplegaría un dragón gigantesco de hierro, las fauces bien abiertas, que defendería un jardín interior, plantado de manzanos y naranjos, cabe una fuente, en cuyas aguas olmos, álamos y sauces se mirarían, donde jugarían ninfas -la fuente se encuentra, hoy, no en el recinto de las caballerizas Güell, sino en medio del parque colindante del palacio de Pedralbes-.
La composición del cuerpo alado del dragón se dispuso de tal modo que reproducía las posiciones y formas respectivas de las constelaciones de la Osa Mayor, la Osa Menor y el Dragón.
En la Grecia antigua, la constelación de la Osa Mayor era vista, no como una osa, sino como un manzano en cuya copa brillaban tres estrellas refulgentes como manzanas deslumbrantes; la Osa Menor acogía a siete hermanas, las Hespérides. en el centro, la constelación del Dragón, las defendía.
La diosa Hera se sintió humillada. No solo los frutos de oro -manzanas o naranjas- habían sido mancillados, sino que las ninfas, las Hespérides, no habían cumplido con el cometido: impedir que nadie se aproximara al tesoro de la diosa madre. Por eso, Hera, furiosa, metamorfoseó a las Hespérides en olmos, álamos y sauces, para que pasaran la vida con la testa inclinada, avergonzadas, sin poder alzar las ramas hacia el sol.    

Véase: http://sac.csic.es/astrosecundaria/es/astronomia_en_la_ciudad/drac_porta_gaudi.pdf

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