Una comunidad (una ciudad) es un espacio habitable si se muestra cómo un lugar de convivencia: un espacio donde se discuten, se dirimen y se solventar diferencias de tal modo que los humanos puedan vivir en común y compartir bienes, ideas y experiencias.
Para que eso ocurra, es necesario que cada persona se encuentre bien. solo así estar predispuesta y dispuesta a dialogar, a abrirse sin miedo a los demás. Cada persona, por tanto, tiene que tener el tiempo y el lugar para reflexionar, para encontrarse consigo misma. Necesita un espacio propio. El hogar constituye el espacio propio más habitual: un espacio privado.
La casa tiene sentido como lugar de recogida. Ofrece seguridad -una sensación de seguridad, de privacidad- que permite sentirse a gusto, es decir, dispuesto a compartir.
Pero una casa no es una cárcel. Tiene que permitir la salida al exterior. Solo tiene sentido si constituye la antesala del exterior, donde se acude para dialogar en el espacio público. Al mismo tiempo, éste es oportuno si permite, cuando sea necesario, recogerse, si ofrece la libertad de pensamiento y movimiento.
Lo público y lo privado no se oponen: se necesitan. La casa es un espacio de meditación para pensar mejor de lo que se tiene que hablar en público, lo que se tiene que hacer en conjunción con los demás. La plaza pública, la ciudad, es el lugar donde se pueden cotejar y confrontar ideas. La casa es un espacio de recogida y de salida. Sin espacio público, la casa no existe (en tanto que espacio dotado de valores). Sin casa, el espacio público es un infierno porque impide cualquier reflexión -que redunda en beneficio de la colectividad.
Los muros de las casas son espacios de tránsito. No son barreras sino puertas. Ambos espacios, público y privado, son la condición para que podamos habitar bien, para poder estar "bien" en la tierra.
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