domingo, 5 de junio de 2022

A los cincuenta días…. (Pentecostés)

 Distinguiéndose de la cultura clásica en la que prima la imagen visual -los dioses griegos se exhiben pero hablan poco, y siempre de manera breve y alusiva, como Apolo, mientras, por el contrario,  no dudan en hacer acto de presencia-, la cultura y la religión orientales (hebrea, cristiana) concede una gran importancia a la palabra. Nadie ha visto a Yahvé, aunque, ya en el Edén, se le ha oído andar, y se le ha escuchado. Yahvé es un dios que se relaciona con los humanos escondiéndose (tras una zarza añadiendo, una nube espesa, una tormenta), pero cuya voz retumba. Se le caracteriza por su voz. Es el Verbo (a menos que el Verbo sea no solo una manifestación suya sino una segunda divinidad íntimamente unida a Yahvé al igual que la enigmática Sabiduría con la que Yahvé, de nuevo con la voz, departe).

La importancia de la voz (y del sentido auditivo) se manifiesta también en la fiesta cristiana  que se celebra hoy: la fiesta del paso de los cincuenta días tras la Pascua; la fiesta de la entrega de las primicias ( los primeros frutos llegados a la madurez) tras la siembra pascual, una fiesta que sigue una cifra mágica (siete semanas, siete por siete días, más uno) que son los que median entre Pascua y el Quincuagésimo o Pentecostés.

Aunque es cierto que los frutos llegan a buen término gracias a una gracia divina, lo cierto es que Pentecostés es una fiesta en la que es la divinidad quien agracia a los humanos: les concede el don de las lenguas, la capacidad no solo de hablar todas las lenguas sino de entenderlas, permitiendo así la constitución de una compleja comunidad humana. Esta fiesta, en la que el don se manifiesta visual y sonoramente -los agraciados ven como el Paracleto o Protector, uno de los nombres del Verbo o del Espíritu, desciende y se posa sobre sus cabezas, invitándoles a dialogar sin la barrera de la diversidad de las lenguas, en una imagen visual que traduce maravillosamente la imagen sonora: una lengua de fuego que expresa el don de las lenguas-, que es una bendición -los humanos pueden entenderse y no enfrentarse por una mala interpretación, una tergiversación, una incomprensión-, es la antítesis de la maldición babélica cuando Yahvé creó la multitud de lenguas pero impidió que fueran todas conocidas por todos los hombres. La posesión de una sola lengua, desconocida por los demás, disolvió los ligámenes humanos, al impedir cualquier diálogo. La fiesta de Pentecostés, que concede el conocimiento absoluto a todos los hombres, viene a remedar aquel divino castigo, y restablece la unidad perdida. A partir de entonces, los hombres podrán volver a entenderse. Cabe preguntarse si este don ha sido plenamente efectivo.



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