Un texto póstumo en inglés del antropólogo Alfred Gell, Art and Agency: An Anthropological Theory, de 1998 -no traducido al castellano ni al catalán-, ofreció una lectura nueva y polémica de lo qué es el arte y de su "razón" de ser.
Según Gell, la obra de arte ya no era la depositaria de cualidades sensibles o estéticas cuya finalidad consiste en atraer y mantener la atención de los hombres para que piensen en lo que sienten (lo que ven, escuchan, palpan, prueban). Dichas cualidades, cuya existencia Gell no negó, no eran el fundamento de la obra. Éste no existía para exhibirse y llamar la atención. No era un objeto sometido pasivamente a la contemplación ajena; no existía para el solo solaz del público.
Por el contrario, quien mandaba en la relación -siempre necesaria- entre la obra y el público era la misma obra. Ésta está viva. Es como un fetiche, un ídolo o un amuleto. Se la considera como un ser vivo superior, en la que anidan fuerzas sobrenaturales (divinidades, fantasmas, ancestros, espíritus) que se comunican con los humanos a través de las obras materiales. La perfección técnica, el perfecto acabado y el uso de ciertos materiales acrecienta la fascinación que la obra suscita (pero no para producir distantes sensaciones estéticas, sino para la obra se imponga, se "materialice" efectivamente).
Ésta posee lo que en latín se denominaba una agentia, y en inglés una agency: la capacidad de actuar; se trata de un modo de actuar eficaz y efectivo de un agente. El agente no es el artista -el actuante- sino la obra. Ésta tiene el poder de afectar a toda una comunidad. Los usos y costumbres, los anhelos y los temores, las creencias y los miedos de una comunidad están marcados por la existencia de, por ejemplo, un tótem, una estatua, un monumento sagrados. ¿Cuántos humanos no acuden a santuarios para rozar, para besar estatuas, sacadas ritualmente en procesión? Esta pieza manda sobre la comunidad, que se pone al servicio de la obra.
La condición de la obra no reside en su apariencia, sino en su poder de convicción, en la fe que despierta. La comunidad está a merced suya. Sin ella, sin el tótem, sin determinados motivos emblemáticos que cubren tanto hogares cuanto cuerpos tatuados, la comunidad se desharía. Decimos que el traje hace al hombre. En este caso, Gel sostenía que la creación creaba a la comunidad.
La obra mediaba entonces entre un grupo social y el mundo invisible. Pero, al mismo tiempo, mediaba entre comunidades. Por un lado, las determinaba proporcionándoles signos de reconocimiento, y por otro las abría a otras comunidades. Seguras de sí mismas, confiando en sus signos que las representaban, en la protección que les brindaban, en la seguridad moral -que se traducía en valor físico, y en capacidad de razonar- que aportaban, las comunidades, bien organizadas, sabedoras de quiénes eran, podían entrar en contacto con otras comunidades, sin temer verse diluidas o fagocitadas. Las creaciones creaban a los humanos; hacía del hombre un ser humano, que se descubría a sí mismo como un igual. La obra es un presente que intercambiamos.
Esta función de la creación humana, el poder del arte, en suma, no es propio de sociedades "primitivas". Todos nos identificamos con signos y colores, que nos distinguen y nos agrupan, manifiestan quienes somos. Sabedores que cada grupo se ha puesto al servicio de un color, todos nos reconocemos como semejantes, nos vemos en los otros, los vemos como nosotros mismos. Creando obras nos creamos a nosotros mismos. sin el gesto creador seguiríamos siendo bestias o sombras. El ser "humano" fue, en verdad, creado el séptimo día, el día del ocio creativo.
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