jueves, 18 de abril de 2013

El ágora (ateniense)




Erictonio, uno de los primeros reyes míticos, rey "autóctono", de Atenas, con un cuerpo de serpiente.

Tras un posible periodo de gobiernos asamblearios (de jóvenes y de ancianos)  en ciudades-estado del sur de Mesopotamia en el cuarto milenio aC, la mayoría de las estructuras políticas de las culturas mediterráneas, en el primer milenio aC, descansaron en la figura de un monarca o un oligarca. Reyes o aristócratas asumieron el poder.

En el siglo VI aC., Atenas estableció una nueva forma de gobierno y dispuso nuevo tipo de gobernantes. El poder unipersonal (monárquico, tiránico u oligárquico) dio paso, gracias a Clístenes, a un poder equilibrado legislativo y ejecutivo en manos de dos asambleas: la “iglesia” (ekklesia) formada por numerosos ciudadanos (hombres libres) que sometían a discusión todo tipo de propuestas y dictaban leyes, y la boulé, un grupo ciudadano más restringido encargado de aplicar aquéllas.  La estructura de clanes se disolvió; el linaje ya no fue la condición para acceder a cargos públicos (aunque si la fortuna). Al mismo tiempo, los tres poderes, religioso, civil y judicial se separaron.

“Tenemos un régimen político que no se propone como modelo las leyes de los vecinos, sino que más bien es él modelo para otros. Y su nombre, como las cosas dependen no de una minoría, sino de la mayoría, es Democracia. A todo el mundo asiste, de acuerdo con nuestras leyes, la igualdad de derechos en los conflictos privados, mientras que para los honores, si se hace distinción en algún campo, no es la pertenencia a una categoría, sino el mérito lo que hace acceder a ellos; a la inversa, la pobreza no tiene como efecto que un hombre, siendo capaz de rendir servicio al Estado, se vea impedido de hacerlo por la oscuridad de su condición. Gobernamos liberalmente lo relativo a la comunidad, y respecto a la suspicacia recíproca referente a las cuestiones de cada día, ni sentimos envidia del vecino si hace algo por placer, ni añadimos nuevas molestias, que aun no siendo penosas son lamentables de ver. Y al tratar los asuntos privados sin molestarnos, tampoco transgredimos los asuntos públicos, más que nada por miedo, y por obediencia a los que en cada ocasión desempeñan cargos públicos y a las leyes, y de entre ellas sobre todo a las que están dadas en pro de los injustamente tratados, y a cuantas por ser leyes no escritas comportan una vergüenza reconocida” (Tucídides: “Discurso fúnebre de Pericles”, Historia de la guerra del Peloponeso, II, 37)

Esta distinción se plasmó espacialmente. El acrópolis, donde setecientos años (s. XII aC) había morado el “Basileo” (el rey-sacerdote), se dedicó a los dioses, mientras que el poder civil se asentó a los pies del acrópolis, en una llanura, constituyendo el ágora. Se trataba de un espacio abierto, situado en un cruce de vías, central y bien comunicado. Pronto se convirtió en el signo identitario de toda ciudad y colonia griegas. Las sedes antes citadas, junto con el pritaneo –que atesoraba el fuego sagrado de la ciudad- donde se reunían los responsables de la ekklesia, mercados, un teatro (durante un tiempo), y templos dedicados principalmente a divinidades ligadas al mercadeo y a las técnicas artesanas –con las que se fabricaban objetos en venta en el ágora-, se asentaron en el ágora. Cuando el imperio helenístico conquistó Atenas y acabó con un gobierno democrático, el ágora se convirtió en un escenario representativo y vacío, sin incidencia en la vida de la ciudad-estado.

El ágora, sin embargo, no fue inventada por la democracia. Se tratara originariamente de una plaza de armas temporal, descrita, por ejemplo, en la Odisea: un espacio abierto en cuyo centro se disponía el botín tras una victoria, que se repartía entre los guerreros. Este espacio, delimitado para la ocasión, pertenecía a la colectividad: los jefes de los guerreros se colocaban en el perímetro del ágora, y las ganancias obtenidas entre todos se centraban.

El nítido escenario del gobierno de los ciudadanos presentaba dos zonas oscuras, sin embargo: una declarada voluntad imperialista que llevó a Atenas a mantener guerras incesantes para doblegar ciudades e islas próximas, y la siniestra ideología de la autoctonía -ilustrada por los mitos de origen de Atenas, según los cuales, los primeros reyes, con cuerpo de serpiente, nacieron de la tierra-, que excluía a todos los que no eran atenienses porque no pertenecían a la tierra-madre desde los inicios, no tenían hondas raíces  –una ideología que, reanimada por los nacionalismos excluyentes de los siglos XIX, XX y XXI, ha llevado al sur de Europa a su fragmentada y enfrentada situación actual.        
    

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