viernes, 25 de agosto de 2017

Calumnia

El diablo, una figura originada en el próximo oriente antiguo y no sólo bíblico, es el causante de los males. Híbrido, disolviendo los trabajosos límites entre lo humano y lo divino, el diablo tienta y conduce a la caída. Reina en el infierno pero ronda en la tierra. Sus objetivos  sin embargo no son tanto los cuerpos cuanto las almas. El diablo mora en el interior de los humanos desde donde dirige sus acciones que hacen el más daño posible contra los otros pero también contra uno mismo.
Las acciones destructivas del demonio son la perfecta antítesis, la imagen invertida de las creativas acciones divisas. El diablo, incapaz de crear, y movido por la envidia, destruye lo que la divinidad crea. Su labor de limita a aniquilar la creación, ya sea eliminándola ya sea convirtiéndola en indeseable, ensuciándola.

El término diablo proviene del griego antiguo. Diabole sin embargo no se traduce por demonio, sino que significa división. Lo diabólico señala una quiebra, una ruptura. Ésta podía estar instituida por causas diversas, por ejemplo un desacuerdo temporal o permanente o una enemistad (que es otra de las traducciones de la palabra diabole). Esta desunión manifiesta pero también crea temor. El miedo se instala. Las posiciones se arman y se rigidizan, se defienden sin ya atender ni escuchar a las del otro bando. 
Una de las causas de los desacuerdos duraderos es la enemistad provocada tan sólo una palabra que no se hubiera tenido que pronunciar, una palabra de más que ya no se puede borrar. La ceguera puede haber llevado a semejante imprudencia. Pero esa palabra puede haber sido pronunciada intencionadamente. La envidia -que significa literalmente una mirada dañina- puede haber llevado a lanzar un mal de ojo para dañar y fracturar al otro, para romper los puentes, interrumpir el diálogo para siempre. Los contendientes ya no se verán las caras, o se mostrarán a cara de perro. La tensión, el odio de instala y se cultiva.
Hablar mal crea divisiones. Engendra el mal. Una acusación es un ataque. Consiste en una denuncia. La acusación puede estar fundada, poniendo de manifiesto las malas prácticas o maneras, la mala educación, en comportamiento incorrecto del otro, pidiéndole que rectifique a fin de restablecer la armonía existente, el diálogo fluido y sin engaños, o estar infundada. 
En este caso lo que se lanza es la que en griego antiguo se denominaba diabolos: la maledicencia. Entre las victimas de esta práctica destructiva se halló Sócrates condenado a muerte por las acusación injustificada e injustificable lanzada contra él.
Dios es el Verbo, el diablo el Rumor.
La palabra puede ensalzar y guardar un recuerdo imborrable, la presencia de una persona tras su desaparición física. La palabra canta y preserva las excelencias de un ser. Pero también puede destruir, socavando reputaciones, convirtiendo a un interlocutor en una enemigo, hundiéndolo, ennegreciendo su imagen hasta convertirla en irreconocible, en una mancha negra que mancha para siempre el prestigio, la buena imagen y obliga al maldecido, al maldito a desaparecer. Ya no puede vivir en comunidad. Se rompen todos los lazos con aquél. Se convierte en una sombra, en un errrante, se le condena a no tener un lugar en la tierra donde descansar. La maledicencia reduce a la nada.
Bien lo sabemos hoy donde vivimos . Las armas matan, las palabras avergüenzan. 
El bochorno nos fuerza a cerrar los ojos, como si la vista de lo que tenemos delante fuera inaguantable, o como si todo estuviera sepultado en sombras. 

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