Aristóteles escribió que la pintura hacía que escenas insoportables en la vida real (cadáveres, ejecuciones, mutilaciones, etc), se volvieran fascinantes y atractivas cuando eran plasmadas. Bien lo sabemos los cristianos que adoramos imágenes de crucificados, que provocarían horror si fueran contemplados en directo. La imagen no es un filtro sino un medio o mecanismo transformador que extrae belleza del horror o metamorfosea el horror en belleza -sin esconder el horror, sin embargo. Por eso el dolor de la agonía del dios cristiano es palpable, pero no impide que la contemplemos los ojos bien abiertos, sin dar la espalda y alejarnos.
El mismo efecto transfigurador lo conseguía la representación teatral. Es más, solo si el teatro trataba temas patéticos y horrísonos podía llegar a atrapar la atención del público -que contempla sin lanzar gritos de horror, escenas imposibles de contemplar en la vida real, como la degollación, mutilación y cocción de los hijos de Teseo por parte de su madrastra Medea, en una escena, que en el teatro permite incluso simpatizar con la hechicera.
Quizá podríamos considerar, del mismo modo, que la pintura (el dibujo y el grabado) convierten escenas banales fotográficas en composiciones atractivas, dotándolas de cualidades sensibles inexistentes en la realidad. La pintura redimiría la fotografía, sin que fuera necesario remontarse a la noción de aura de la obra única, enunciada por el filósofo Walter Benjamín en los años treinta del siglo pasado.
El pintor californiano Robert Bechtle no cesó de fotografiar el banal entorno urbano o suburbano en el que vivía: casas familiares casi idénticas, sin ninguno rasgo personal o distintivo, alineadas, bajo una luz uniforme, en amplias calles vacías, atravesadas por líneas pintadas, salpicadas ocasionalmente de coches desmesurados propios de otra época.
Los barrios carecen de interés. Bechtle no mostraba las fotografías. Lo que exponía eran imágenes pintadas o grabadas, reproducciones detallistas, perfectas, no de la realidad, sino de la realidad fotográfica. ¿Es el saber que son cuadros o grabados, y no fotografías, o acaso son las casi invisibles pinceladas, el hecho que cielo y tierra tengan la misma condición material en la tela o el papel, lo que despierta o concede el extraño poder de fascinación que la banalidad rescatada y exhibida posee, como si estas imágenes anodinas -o, mejor dicho, estas imágenes de lo anodino- escondieran algún secreto perturbador tras una imagen lisa, sin aristas, en la que, sin embargo, es palpable el desasosiego, que Robert Bechtle supo tan bien sugerir o suscitar. El horror impalpable -la desidia, el vacío- tras la imagen de perfección.
Varias exposiciones en los Estados Unidos de América han recatado este año al llamado padre del llamado, paradójicamente, Fotorrealismo pictórico.
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