martes, 5 de septiembre de 2023

L’ Architecture, c’ est moi: retratos fotográficos de Le Corbusier

 

























































Pasan los años y el rostro perdura inmutable: la expresión, el porte, la máscara, el gesto.

Retratado por Irvin Penn, Robert Doineau, Lucien Hervé o por Man Ray, el arquitecto Le Corbusier eran sus gafas, hoy célebres, que aureolan los ojos, endurecen la mirada y mantienen a distancia a quienes le observan; una mirada, dura, distante, escéptica, desdeñosa, segura de sí misma, despreciativa. Tan solo un leve arqueo, que apunta a un leve fastidio ante la interrupción del trabajo hercúleo  en el que está enfrascado, y la importancia que se tiene que conceder a este momento de detenimiento regalado como una gracia. Alza las pupilas, no el rostro. Mira desde abajo, con una leva expresión de fastidio. Se retrata casi siempre de tres cuartos. En ocasiones, el perfil, que mira a la lejanía, tiene el porte y la dureza calculada de los conquistadores, de quienes desafían el tiempo y la suerte, pues se saben imbuidos de una misión que no está al alcance de un mortal.

El gesto, estudiado: la mano, el dedo, delicadamente apoyado en las sienes, como si señalara el origen de su sentimiento de superioridad y de su condescendencia. La pose de la mano es el perfecto complemento de la estudiada expresión. Le Corbusier no es retratado sino que se retrata a si mismo -él es su imagen- a través de una mirada ajena a la que somete y utiliza para brindar la imagen que concede. Los dedos pueden esconder la boca, en una leve expresión de cansancio ante la incomprensión, la incultura o ignorancia ajena, por lo que no perderá el tiempo explicándose.

 Los labios finos, cerrados, prietos, la sonrisa inexistente. La persona es su personaje; él es su rostro labrado. Escasos son los retratos de cuerpo entero. Más que ropa, de diario o de fiesta, lleva un uniforme que lo identifica: pajarita, camisa blanca sin mangas. No le hace falta arremangarse para ponerse a la tarea: su trabajo es mental. Son los otros quienes se esfuerzan en plasmar las ideas. Una celebra foto de Irvin Penn lo muestra entre sentado y recostado en un soporte recubierto por una gruesa tela -no tiene que avanzarse para pisar la alfombra, sino que ésta se alza para brindarle un apoyo sobre la que descansar su real presencia-, vistiendo chaqueta, como un fetiche  inalcanzable, ofrendando su persona, siempre con una contenida, pero voluntariamente palpable, irritación. No se muestra, sino que muestra la fascinación que otros sienten ante y por él. Es un espejo en el que los demás se miran. Y con el que se topan, una figura pétrea, incólume. 

La perfecta encarnación de quién se cree la imagen que los otros tienen de él, temido, lejano, un ogro del que es mejor apartarse, aunque sea imposible, pues siempre actualiza su calculado magnetismo. 

La personificación del arquitecto moderno. De la arquitectura moderna. Un icono. Que solo permite la adoración. O la destrucción.


El retrato de Le Corbusier, por Irvin Penn, se publicó en la revista Vogue (¿dónde, sino?), y se expone hoy en una muestra temporal en el palacio Grassi en Venecia .




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