Posiblemente para quienes no somos de Madrid el Panteón de los Hombres Ilustres o Panteón de España no sea el monumento que se visite en primer lugar.
Ubicado en las estribaciones de la colina cotonada por el Observatorio, no lejos de la estación de Atocha, se trata de un claustro neo-gótico florentino o pisano (inspirado en el camposanto de Pisa), con un campanario italiano, con fachadas de franjas horizontales blancas y grises, construido a finales del siglo XIX, en cuyas amplias y sobrias naves laterales se disponen seis mausoleos marmóreos, a cada cual más imponente y extraño, kitsch, sin duda, como todo mausoleo moderno, pero técnicamente deslumbrantes, que comprenden la tumba de políticos españoles (presidentes de gobierno, de las cortes, ministros, primeros ministros o militares, casi todos asesinados, como Sagasta o Cánovas -la política española decimonónica, y de principios del siglo XX era digna del llamado salvaje oeste norteamericano). Si Don Pelayo y El Cid hubieran existido -se buscaron sus restos- se hubieran enterrado en dicho panteón.
Los mausoleos descomunales, exentos o semejantes a retablos, se completan con figuras femeninas, veladas o desnudas, con los dedos entrelazados, las manos tendidas y los rostros descompuestos, alegorías de la patria desolada, recios jóvenes desnudos que simbolizan la Guerra, en la que triunfan los generales, y figuras sobrenaturales -Cristo resucitado, en una nube de frusfrús esculpidos, y ambiguos querubines, que acogen al difunto a las puertas de la última morada.
Escasos son los visitantes, pese a las puertas abiertas de par en par a una empinada calle sin tránsito. Silenciosos el jardín interior y las naves. Maravilla tan buen mal gusto. Un insólito placer culpable.
