viernes, 18 de diciembre de 2020

A vueltas con la iconoclastia, u: Honoré de Balzac (1799-1850): Sarrazine (1830)

Tras meses de calma, la iconoclastia pronto volverá.

Se desmontará en primavera una gran y pesada escultura en Tortosa, una alegoría de la Victoria de las tropas de Franco -inspirada en otro tótem, del escultor Alberto, de signo contrario, en la entrada del Pabellón de la República Española en la Exposición Internacional de París de 1937 




de un escultor expresionista catalán, Lluis María Saumells (un buen dibujante), 





una escultura ni mejor ni peor -mejor, sin duda- que otras obras que no están amenazadas, como por ejemplo.....






Pero, pese a la insistencia de Kant de evaluar estéticamente las obras de arte, en ausencia de cualquier influencia política, mágica o religiosa, lo cierto es que esta hermosa proclama, que pide atender a cómo se manifiesta una idea, y no a la idea misma, no se llega a aplicar.

Sobre la destrucción de esculturas, una novela corta de Balzac, titulada Sarrazine, interpretada -y sobre-interpretada, sin duda- por el lingüista y ensayista Roland Barthes, en su breve ensayo S/Z- , aporta alguna observación pertinente.

Estamos en la primer mitad del siglo XIX, en Paris, ciudad dónde viven los nuevos ricos, junto con la decaída aristocracia. Destaca sobremanera una familia, de incierto origen, pero de fortuna cierta, célebre por sus fiestas. En éstas, circula un desconocido y extraño anciano, al que parece que la familia no le cierra la puerta, pese a no casar con el lujoso y decadente ambiente.

Ante la admiración y la sorpresa de una joven dama que contempla, en una estancia de la mansión de la familia pudiente, un cuadro de un efebo, que interpreta como una imagen de Apolo, aunque se trata del somnoliento Endimión, el cronista llega a un acuerdo: una noche de aventuras a cambio de la historia del cuadro.

Ésta se remonta a dos siglos antes. Un aprendiz de artista, llamado Sarrazine -un nombre insólito, pues se trata del femenino de sarraceno-, en la Roma tardo-barroca, cae rendido ante los encantos de una hermosa soprano -"protegida" por un cardenal-, llamada Zambinella: su voz aguda y su porte le deslumbran. Sin embargo, la joven resiste a las cada vez más insistentes solicitudes de Sarazine, quien pasa sus noches en la ópera, y acude a cuantas fiesta organiza la compañía operística. Entretanto, como un Pigmalión, moldea una escultura de terracota a tamaño natural de la joven a partir de apuntes que ha tomado, sin que la joven lo sepa.

Una noche, en una fiesta orgiástica, con la participación de un religioso que había sido el primero en descubrir a la joven, educarla y pagarle clases de canto antes de que la joven pasara en "manos" de su segundo protector, también cardenal, Sarrazine espera poder vencer la resistencia de la joven Zambinella, o secuestrarla. Pero se entera que la joven no es tal. No, no es una anciana transfigurada mágicamente, sino -algo aún más increíble para Sarrazine y a lo que no da crédito, porque le parece imposible que así sea-, un joven, un castrado, como tantos cantantes de ópera en los siglos XVII y XVIII que así mantenían las ambiguas formas de un adolescente y la voz aniñada, capaz de cantar las notas más agudas, que tanto gustaban. Un célebre castrado, Farinelli, llegó prácticamente a gobernar España, tras haber seducido y alegrado los días al melancólico rey Felipe V. 

 Zambinella está ahora presa en el estudio de Sarrazine. Éste sabe, aunque no lo quiera reconocer, que Zambinella no es una mujer. De pronto, sus ojos, asqueados -aunque atraídos también- por el cuerpo mutilado de Zambinella, desvían la mirada y se fijan en la escultura. Como bien comenta Barthes, se trata de una imagen hueca ( una terracota), más hueca aún que cualquier imagen (no hay nada tras la apariencia), tan hueca, tan falsa como Zambinella, un muchacho (castrado) disfrazado de mujer. Sarrazine le lanza un martillo para destruirla: la contemplación, la existencia de la imagen se le ha vuelto insoportable; yerra el tiro, y se precipita entonces sobre la joven, para matarla, ya que no ha podido desmantelar su imagen. Zambinella, presa del terror, grita desesperada (o desesperado), justo a tiempo: esbirros del cardenal, celoso de Sarrazine, entran en el estudio.... Zambinella sobrevive.

Mas, ¿qué relación tiene esta historia, acontecida decenas de años antes de lo que cuenta la novela en el inicio? Es lo que el cronista revela a la seductora joven. El cuadro que representa a Endimión es una imagen de la estatua de Zambinella, o, más exactamente, es una copia en mármol de la estatua de terracota: una imagen de una imagen de una mujer ilusoria; si toda imagen es falsa, como sostenía Platón, el cuadro es cuadruplemente falso: una imagen de una imagen de una imagen de una falsa mujer.

¿Qué le ocurrió a Zambinella tras el intento de asesinato? 

Quien lea la novela lo descubrirá.

Pero lo importante son los motivos de la destrucción de la estatua: hueca, vacía, como toda estatua -y no digamos las estatuas criselefantinas clásicas, los pasos barrocos de Semana Santa, y una gran parte de la imaginería religiosa, consistente en una estructura de madera, a la que se le añaden cabeza y extremidades esculpidas en madera pintada, revestida con ropajes que simulan un cuerpo inexistente-, suscita una ilusión de vida, sin embargo, que lleva a que sea confundida con el modelo, sobre la cual recaen las violentas destrucciones dirigidas contra el o la modelo, con la ilusión que muerta la estatua....

Una sensación muy humana. Las imágenes son los sustitutos de lo que no podemos tener. Los vicios y las virtudes de las personas se transfieren a sus imágenes, a las que somos incapaces de juzgar tan solo como imágenes, apreciando sus cualidades formales o sensibles. Suponemos siempre que hay algo más, algo encerrado en la imagen, la propia vida de la persona retratada, un tema que Oscar Wilde trató magistral y terroríficamente en El retrato de Dorian Gray. 



 

No hay comentarios:

Publicar un comentario