Mucho antes de pintar cuadros abstractos de gran tamaño que perseguían causar en el espectador una sensación de elevación anímica como si contemplara una irradiación sobrenatural que lo envolviera -y que constituyen la obra más conocida y tópica del pintor letón, judío, Rothko, ferviente religioso, formado en el estudio del Talmud, emigrado a los Estados Unidos a causa de los crecientes pogromos en el Imperio ruso a principios del siglo XX-, Rothko pintó una serie de cuadros más pequeños que, lejos de un ascenso “espiritual”, consisten más bien en un descenso carnal en las profundidades de las estaciones de metro de Nueva York, que traducen burn la grisura, casi la sordidez o tristeza de estos lugares subterráneos, maculados por la humedad, pintadas como un averno con figuras de pie, enjutas , de perfil, que aguardan la llegada del metro que parece no llegar, y que recuerdan la soledad de las figuras de Hooper abocadas a una espera sin remisión.
Una exposición antológica en París rescata estas obras primerizas menos conocidas y quizá más perturbadoras que sus grandes composiciones planas que tratan desesperadamente de suscitar impresiones sublimes.
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