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Un complejo caso de devolución de obras de arte expresionistas (calificadas de degeneradas por gobierno nazi alemán), hoy en varios museos norteamericanos, a los herederos de un coleccionista judío, cuya colección fue secuestrada y vendida por el gobierno nazi, dictaminado por un tribunal de Nueva York, ha vuelvo a poner de actualidad la obra del hoy austríaco Schiele, muerto a los veintiocho años de fiebre española, conocido por sus descarnados retratos y autorretratos desnudos, pese a que Schiele fue sobre todo un retratista de tranquilas ciudades de provincias austro-húngaras, aún medievales, que prefería al bullicio de la capital Viena (que sin embargo necesitaba). Estas pequeñas urbes se muestran como figuras insertadas en la trama translúcida de una vidriera, como pinturas lacadas, en las que los tejados, representados a menudo a vuelo de pájaro, se engarzan como las piezas de un rompecabezas o un mosaico de piedras brillantes. Ciudades tan tranquilas, en cuyas calles nadie circula, como si fueren ciudades de los muertos, perfectamente insertadas en la naturaleza, las casas y los riscos casi confundidos, ciudades inmemoriales que adoptan la quietud de las montañas, liberadas de la condición de construcciones artificiales, como si siempre hubieren estado donde aún se encuentran, antes que las propias ciudades humanas existieran.
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