Fotos: Tocho, noviembre de 2023
No lejos del acceso sur del extenso cementerio parisino del Père Lachaise, un silencioso parque arbolado, sobre un leve montículo, salpicado de hojas pardas y rojizas que el frío sol otoñal alumbra, una luminosa mañana despejada por el viento, se halla uno de los monumentos que inició la estatuaria moderna, pero -¿por qué?- que, a la vez, recreó la estatuaria mesopotámica: el monumento funerario a Oscar Wilde, fallecido en París, arruinado y repudiado socialmente por sodomia, a principios del siglo XX, obra del escultor norteamericano Jacob Epstein.
El volumen paralelepipédico, de gran tamaño de piedra maciza no pulida, en cuya parte trasera se ubica discretamente el acceso al interior, presenta una cara principal recorrida, en su parte superior, por un terso ser alado, de rostro serio, tendido, que parece surcar la tumba como si quisiera llevarse al difunto y alzarse con él, inspirada en los toros alados neo-asirios que Epstein descubrió en el museo británico en Londres. El relieve causó escándalo porque quedaba claro que los ángeles tenían un sexo (masculino), visible y preeminente, por lo que la figura fue emasculada, restaurada con una prótesis, y finalmente dejada mutilada. Hoy, el monumento, sobre el que suelen descansar un ramo de flores, está protegido por paneles de vidrio para evitar atentados o excesivos entusiasmos.
A unos pocos metros, un monumento de mármol negro pulido contiene los restos del poeta surrealista francés Raymond Roussel, tan denostado e incomprendido, aunque por su estilo literario, y no de vida, como Oscar Wilde
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